La filosofía romana desempeñó un papel importante en el crecimiento y desarrollo del pensamiento occidental. Aunque no participó directamente en el desarrollo del pensamiento filosófico original, Roma contribuyó significativamente de dos maneras: transmitiendo la filosofía griega a la población del Imperio romano y desarrollando la terminología latina que constituyó la base para la difusión de la filosofía en la Edad Media.
Roma fue cuna de grandes escritores y pensadores: Cicerón, Séneca, Epicteto y Marco Aurelio, entre otros. Tras la caída del Imperio romano de Occidente, la religión y la filosofía se unieron y se cuestionó la relación entre fe y conocimiento.
Del griego al latín
Inicialmente, el griego y el latín eran las lenguas de la escritura romana: historia, poesía, teatro y filosofía. El griego era una segunda lengua para la mayoría de los romanos cultos, y sus hijos seguían siendo enviados a Atenas para estudiar retórica y filosofía; la mayoría de las cuales se enseñaban en griego. Sin embargo, se avecinaban cambios: en el siglo I a.C., el poeta y filósofo romano Lucrecio escribió su De rerum Natura («Sobre la naturaleza de las cosas») en latín. Tanto San Agustín de Hipona, autor de La ciudad de Dios, como Boecio, traductor de Platón y Aristóteles en los siglos IV y V d.C., escribieron en latín. El orador y estadista romano Cicerón (106-43 a.C.), filósofo estoico, tradujo la filosofía griega al latín, lo que llevó su ética y su teoría política a Roma. El vocabulario que creó fue el responsable de que el latín se convirtiera en la lengua principal por encima del griego; así permaneció hasta el Renacimiento.
Según la historiadora Sara Appel-Rappe, «el desarrollo filosófico en el Imperio romano influyó profundamente en cómo concebimos hoy la filosofía de la antigua Grecia» (Companion, 524). Añadió que en los últimos años de la República romana se seguía estudiando en Atenas, pero después de las guerras mitridáticas (87-86 a.C.), los filósofos griegos empezaron a llegar a Roma. Sin embargo, en aquella época, Roma aún abarcaba un mundo «en el que las aspiraciones intelectuales siempre volvían al griego como lengua de elección». Los filósofos Calcidio y Apuleyo (ambos platonistas) optaron por escribir en latín y, poco a poco, el latín se convirtió en la lengua elegida. Hubo excepciones, por supuesto: a finales del siglo II d.C., el emperador romano y filósofo estoico Marco Aurelio (que reinó del 161 al 180 d.C.) escribió sus Meditaciones en griego porque le habían enseñado en griego). A pesar de esto, Appel-Rappe sostenía que la filosofía del siglo I d.C., como las obras de los estoicos y los epicúreos, se había latinizado.
Aunque había seguidores del platonismo y el epicureísmo (el poeta Horacio (65-8 a.C.) era uno de ellos), la mayoría de los filósofos romanos, como Cicerón, Séneca, Epicteto y Marco Aurelio, eran seguidores del estoicismo, una escuela filosófica fundada por Zenón de Citio a principios del siglo III a.C. Los estoicos centraban sus creencias en los conceptos de naturaleza y razón, reprimiendo sus emociones y deseos, indiferentes al placer y al dolor.
Cicerón
En los últimos días de la antigua República, el filósofo, orador y estadista estoico Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.) luchó por sus principios, lo que supondría un dramático final para su vida. Nació en la pequeña ciudad de Arpino, al sur de Roma. Al principio de su carrera, mientras ejercía la abogacía, el franco Cicerón provocó la ira del dictador romano Sila (138-78 a.C.) y decidió, por su propio interés, abandonar la ciudad y estudiar filosofía en Atenas, donde conoció los principios del estoicismo. Estudioso de la filosofía griega antigua, gran parte de lo que se conoce del pensamiento griego se debe a las traducciones que Cicerón hizo de Platón y Aristóteles. El estoicismo se convertiría en la base de gran parte de sus pensamientos y escritos: admiraba la doctrina estoica de la virtud, el orden y la providencia divina. Aplicó sus conocimientos de la filosofía griega y sus creencias éticas tanto a la política como al comportamiento romanos.
Entre sus numerosas obras destacan la Academica, el De Officiis y las Tusculanae Quaestiones, esta última escrita sobre la filosofía griega y el estoicismo. Por último, sus obras De Natura Deorum («Sobre la naturaleza de los dioses») y De Divinatione («Sobre la adivinación») se ocupaban de cuestiones teológicas. Aunque criticaba algunos principios estoicos, consideraba que los epicúreos eran autocomplacientes. En una carta a su hijo, escribió que llevaban la delantera en las virtudes de la sabiduría, la fortaleza y el autocontrol, pero que fracasaban en los ámbitos de la justicia y los principios de integridad, generosidad, amistad y cortesía.
Tras regresar a Roma después de la muerte de Sila, Cicerón ocupó varios cargos en el gobierno romano, pero no pudo apoyar a Julio César (100-44 a.C.) después de que este asumiera el título de dictador. En su lugar, se retiró a su finca, donde comenzó a escribir sus obras filosóficas. Más tarde justificó el asesinato de Julio César calificándolo de acto legítimo de tiranicidio. Tras pronunciarse en contra de Marco Antonio (83-30 a.C.) en sus Filípicas, Cicerón selló su destino: fue sacado a rastras de su casa y ejecutado antes de que pudiera escapar. Su cabeza y sus manos fueron entregadas a Antonio y posteriormente expuestas en la rostra del Foro Romano. Como muchos estoicos, escribió que no hay que temer a la muerte: «Desdichado es el hombre que en el curso de una larga vida, no ha aprendido que la muerte no es nada temible». (Sobre la vejez, 139) Y añadió: «El mejor final de la vida llega con la mente clara y el cuerpo sano, cuando la propia naturaleza disuelve la obra que ha creado.» (151)
Séneca
El filósofo estoico Lucio Anneo Séneca (4 a.C.-65 d.C.) nació en Córdoba, España, y vivió y murió según los principios estoicos. Había estudiado filosofía en Roma, pero estaba más interesado en la teoría estoica que en la aplicación política de sus principios, especialmente cuando se superponían a los anticuados valores republicanos. Según el historiador Anthony Everitt, los valores de Séneca se expresaban en dos palabras latinas: pietas (lealtad y deber) y virtus (valentía y carácter). Séneca admiraba a los griegos, e incluso escribió varias tragedias griegas en latín, como Agamenón, Edipo, Tiestes y Medea. En el centro de su filosofía personal estaba la creencia en una vida sencilla y la devoción tanto a la virtud como a la razón.
Escribió varios ensayos filosóficos, como De Clementia, De Beneficiis, De Providentia y 124 cartas (Epistulae Morales ad Lucilium). Sostuvo que el único bien es la virtud y que una persona solo puede alcanzar la verdadera felicidad actuando de acuerdo con su verdadera naturaleza y debe contentarse con su suerte en la vida. Según Séneca, el problema de la vida no es que sea corta, sino que la persona la malgasta. No hay que preocuparse por el futuro. Como otros estoicos, hablaba de la muerte: «Quien teme a la muerte nunca hará nada para ayudar a los vivos. Pero quien sabe que esta fue decretada en el momento en que fue concebido, vivirá por principio....». (Cómo morir, 15) En una carta, decía: «Nada puede beneficiarte tanto, en tu búsqueda de la moderación en todas las cosas, como contemplar con frecuencia la brevedad de la propia vida y su incertidumbre» (11). Hay que disfrutar de la vida y no preocuparse por su brevedad: «Disfruto de mi vida hasta ahora porque no paso demasiado tiempo midiendo cuánto durará todo esto... la muerte es el desenlace de todas nuestras penas, un final más allá donde no pueden ir nuestros males: nos devuelve a aquella paz en la que reposábamos antes de nacer» (37).
Séneca, antiguo tutor y consejero del emperador Nerón (que reinó del 54 al 68 d.C.), fue acusado de formar parte de una conspiración. Aunque no hay pruebas de que estuviera implicado, en obediencia a la orden de Nerón, Séneca preparó su suicidio. Tras contemplar los mejores métodos para suicidarse, probó con una sangría pero fracasó. Luego, probó con veneno pero también fracasó. Finalmente, sus sirvientes lo metieron en un baño caliente, donde murió asfixiado por el vapor.
Epicteto
Otro filósofo estoico romano, que más tarde influyó en Marco Aurelio, fue Epicteto (c. 50-130 d.C.). Sus escritos (los «Discursos» y el «Enquiridión») fueron publicados póstumamente por su alumno Arriano, futuro autor e historiador de las campañas de Alejandro Magno. Nacido como esclavo en Hierápolis, Frigia, quedó cojo debido a su amo Epafrodito, secretario personal del emperador Nerón. Epicteto fue liberado a la muerte de Nerón en el año 68 d.C. Cuando aún era esclavo, estudió filosofía en Roma con el estoico Musonio Rufo. Junto con otros filósofos de Roma, fue desterrado por el emperador Domiciano (que reinó del 81 al 96 d.C.) ya que el inseguro emperador se sentía amenazado por la creciente influencia de los filósofos romanos. Epicteto nunca regresó a Roma, sino que se instaló en la ciudad de Nicópolis, en el Epiro, donde enseñó filosofía.
Para él, la filosofía era una forma de vida, no solo una disciplina teórica. Llevaba una vida sencilla y prefería vivir en una cabaña. «La virtud es nuestro fin y nuestro propósito», escribió (103). Creía que el deber de un filósofo era ayudar a la gente a afrontar los retos cotidianos y lidiar con su inevitabilidad. Alentaba el autocontrol y la tolerancia de todas las cosas. Creía que «la libertad es el único bien valioso de la vida. Se gana prescindiendo de las cosas que están fuera de nuestro control» (26). Entendía que algunas cosas están bajo nuestro control y otras no: las que están bajo nuestro control son las opiniones, las aspiraciones, los deseos y las cosas que nos repelen.
Enseñó que una vida vivida según los principios estoicos no era fácil, «porque aquellos que persiguen la vida superior de la sabiduría, que buscan vivir según principios espirituales, deben estar preparados para que se rían de ellos y los condenen» (30). Sin embargo, una vida de sabiduría es una vida de razón en la que uno debe aprender a pensar con claridad, dejando que su razón sea suprema: «Condúcete en todo lo grande y público o lo pequeño y doméstico de acuerdo con las leyes de la naturaleza». (9) Para Epicteto, el propósito de la filosofía era «iluminar el modo en que nuestra alma ha sido infectada por creencias poco sólidas, deseos tumultuosos indómitos, dudosas elecciones de vida y preferencias indignas de nosotros» (84). El antídoto es el autoescrutinio aplicado con bondad. Para Epicteto, una vida feliz es una vida virtuosa; la felicidad y la realización personal son el resultado de hacer lo correcto, ya que hay que armonizar la acción y los deberes con la naturaleza.
Marco Aurelio
Sin duda, uno de los más destacados seguidores del estoicismo fue el emperador y filósofo romano del siglo II Marco Aurelio (121-180 d.C.), hijo adoptivo del emperador Antonino Pío (138-161 d.C.). Aurelio, un auténtico estoico, escribió en su libro Meditaciones que buscaba la verdad, «un concepto que nunca ha hecho daño a nadie; el daño es persistir en el propio autoengaño e ignorancia» (50). Añadió que si alguien podía demostrarle que estaba equivocado y mostrarle su error, cambiaría con gusto.
Aunque contiene una pizca de platonismo, Meditaciones (el último de los escritos estoicos) fue escrito mientras Marco Aurelio estaba en campaña al otro lado del Danubio. Eran tiempos calamitosos para el imperio: desastres naturales, hambrunas, inundaciones y la peste antonina, que acabaría cobrándose la vida del emperador. Como el último de los llamados «cinco emperadores buenos», algunos veían a Marco Aurelio como la realización del rey-filósofo de Platón. En una de sus reflexiones, hizo referencia a las cuatro virtudes cardinales de Platón, un concepto que resumía los principios estoicos básicos:
Si descubres en la vida humana algo mejor que la justicia, la verdad, el autocontrol y el coraje... en resumen: algo mejor que el auto-sufrimiento de tu propia mente que te mantiene actuando de acuerdo con la verdadera razón, entonces vuélvete hacia ella con todo tu corazón. (14)
La muerte fue un tema explorado tanto por los estoicos como por los epicúreos: ambos concluyeron que no había que temer a la muerte, pues era inevitable. «Todo lo que existe cambiará pronto. O bien se convertirá en vapor, si toda la materia en unidad, o bien se dispersará en átomos». (46) Los estoicos creían que la muerte y la adversidad están fuera de nuestro control y llegan a todo el mundo; hay que afrontarlas con una aceptación digna. Es como el nacimiento: un misterio de la naturaleza, y hay que vivir en armonía con ella. Para Aurelio, «la muerte es un alivio de la reacción a los sentidos, de los hilos de marioneta del impulso, de la mente analítica y de los servicios a la carne» (51).
Como un verdadero estoico, se dio cuenta de que había una lucha interna entre la razón y los impulsos: el apetito, la pasión y la ambición, pero uno debe perseguirlos y repelerlos. Escribió: «¿Estarás alguna vez completo y libre de necesidad, sin echar nada de menos, sin desear ninguna cosa viva o sin vida por el disfrute del placer?». (94) Antes de su propia muerte, se preguntó qué tenía que temer, y escribió: «el dios que te deja ir está en paz contigo» (122).