Honoré-Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau (1749-1791) fue un orador y noble francés que alcanzó la fama como líder durante las primeras etapas de la Revolución francesa (1789-1799). Hijo de un distinguido marqués, deshonrado y escandalizado, las habilidades oratorias de Mirabeau lo dotarían de una nueva reputación como voz del pueblo y héroe nacional.
Durante la Revolución, Mirabeau abogó por el establecimiento de una monarquía constitucional basada en el modelo de Gran Bretaña. A pesar de esta posición moderada, Mirabeau gozó de una inmensa popularidad entre los sans-culottes, o clases bajas, e incluso fue un miembro destacado del Club de los Jacobinos, aunque acabaría desaprobando la dirección radical que tomaron los jacobinos bajo la influencia de Maximilien Robespierre (1758-1794).
Mirabeau murió de pericarditis en 1791, en la cúspide de su popularidad, pero pronto caería en desgracia póstuma tras revelarse que había estado secretamente a sueldo del rey Luis XVI de Francia (quien reinó de 1774 a 1792) y de Austria, enemigos de la Revolución. Incluso hoy en día, hay quienes lo consideran un líder competente que podría haber salvado a Francia del reino del terror y quienes lo creen un traidor inmoral al servicio de los enemigos de Francia.
Juventud
Honoré-Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau, nació el 9 de marzo de 1749 en el castillo de Bignon, en el centro de Francia. La familia Riqueti, posiblemente de origen italiano, se había enriquecido como mercaderes en Marsella, con el suficiente éxito como para adquirir el feudo de Mirabeau en 1570. Cuando nació Honoré-Gabriel, la familia ya era bastante respetada y tenía un historial de servicio militar.
Honoré-Gabriel era el quinto hijo del economista Victor de Riqueti, marqués de Mirabeau, y de su esposa Marie-Geneviève de Vassan. Este matrimonio no fue feliz, y el afecto del joven Honoré-Gabriel por su madre y su parecido físico con ella le valieron el desprecio de su padre. A los tres años, el niño sufrió un ataque de viruela que le dejó la cara desfigurada, lo que no hizo sino consolidar la aversión del marqués hacia él. Deseoso de deshacerse de su hijo, el marqués terminó enviándolo a un estricto internado en París.
En 1767, tras finalizar sus estudios, Mirabeau se alistó en un regimiento de caballería. A los 18 años, el escritor francés Victor Hugo (1802-1885) lo describiría como poseedor de "una impresionante y electrizante fealdad" debido a su gran cabeza con cicatrices de viruela (Davidson, 13). Las desventajas físicas de Mirabeau apenas impidieron su afición por las mujeres, un pasatiempo que parecía meterlo siempre en problemas. Poco después de alistarse en la caballería, Mirabeau se vio envuelto en un vínculo romántico con la esposa de un coronel, lo que provocó un escándalo y le valió una breve estancia en prisión.
Fue liberado a tiempo para servir en la invasión francesa de Córcega en 1768, durante la cual realizó un estudio detallado de la isla y conoció las tradiciones y costumbres corsas. Esta curiosidad natural y su interés por la vida de la gente común lo ayudarían a ganarse la simpatía del público como líder revolucionario.
A su regreso de Córcega, Mirabeau intentó recuperar el favor de su padre casándose con Émilie de Marignane, una rica heredera, en 1772, pero su estilo de vida extravagante y sus deudas de juego pendientes echaron por tierra toda esta buena voluntad. Esta deuda creciente, así como otras faltas de conducta, condujeron a Mirabeau al exilio en el campo y a su eventual encarcelamiento, en virtud de una lettre de cachet obtenida por su padre. Dicha carta, firmada por el rey, se utilizaba para hacer cumplir las sentencias y permitía encarcelar a los súbditos sin juicio ni apelación.
En 1774, Mirabeau fue encarcelado por primera vez en el castillo de If, a las afueras de Marsella, antes de ser trasladado a Fort de Joux, en el Jura. Durante su estancia en Joux, Mirabeau recibió permiso para realizar viajes ocasionales a la cercana ciudad de Pontarlier, donde conoció a María Teresa de Monnier, a quien llamaba "Sofía". Pronto se enamoraron y escaparon juntos a Ámsterdam, donde Mirabeau se ganó la vida como escritor de poca monta. Mientras tanto, la ciudad de Pontarlier lo había condenado a muerte por la seducción y el secuestro de Sofía. Para evitar este destino, Mirabeau se sometió a otra lettre de cachet y se dejó arrestar por la policía francesa en 1777.
Esta vez, llevaron a Mirabeau al calabozo de Vincennes, donde permanecería durante los tres años siguientes. Allí comenzó a escribir, empezando por su obra erótica, Cartas a Sofía. También escribió un ensayo político sobre las lettres de cachet y las prisiones estatales, en el que sostenía que dichas cartas no solo eran moralmente injustas, sino también constitucionalmente ilegales. A este ensayo político le siguió otro, Consejo a los hessianos, en el que instaba a los mercenarios hessianos de Gran Bretaña a no luchar contra los rebeldes estadounidenses durante la Guerra de la Independencia (1775-1783). Tras su liberación en 1780, parecía que Mirabeau estaba preparado para dejar atrás su vida sin rumbo por una nueva como escritor.
Forjar una nueva reputación
Apenas había saboreado la libertad, Mirabeau se vio de nuevo envuelto en problemas legales, esta vez a causa de su propia esposa. Émilie había llegado a sentir aversión por su marido, mujeriego y jugador, y presentó una demanda de separación judicial en 1782. La influencia del padre de Mirabeau, junto con su propio historial de comportamiento desagradable, puso a los jueces del tribunal en su contra, y perdió la demanda. Aunque ahora era un hombre libre que había conseguido que se revocara su condena a muerte, Mirabeau también estaba completamente solo, ya que Sofía había puesto fin a su relación y se había fugado con un oficial del ejército justo después de su salida de la cárcel. Sin ningún otro lugar a donde ir, Mirabeau partió primero a la República Holandesa y luego a Inglaterra.
Siguió escribiendo y adquiriendo notoriedad. Su tratado sobre las lettres de cachet se hizo popular en Londres y fue admitido en la sociedad literaria y política Whig. La destreza de Mirabeau con la pluma no tardó en llamar la atención de personalidades de su país, y el interventor general Charles Alexandre de Calonne (1734-1802) le encargó que escribiera piezas en las que atacara a Jacques Necker (1732-1804), predecesor y rival de Calonne. En un momento dado, trabajó con Benjamin Franklin (1706-1790), padre fundador y representante de los Estados Unidos, y entabló amistad con futuras figuras revolucionarias francesas como Georges Danton (1759-1794). En 1788 se unió a la Société des amis des Noirs (Sociedad de Amigos de los Negros), un grupo que abogaba por la abolición de la esclavitud.
Su trabajo le valió la atención del poderoso ministro francés de Asuntos Exteriores, el Conde de Vergennes, que le encargó una misión secreta en Berlín en 1786 para elaborar un informe sobre el estado de la corte prusiana. El informe, publicado en enero de 1786 con el título de Historia secreta de la corte de Berlín, era una denuncia mordaz de la corrupción y la incompetencia de la corte del moribundo rey Federico el Grande de Prusia (quien reinó de 1740 a 1786).
El año en que se publicó su controversial informe, la Asamblea de Notables de 1787 fue convocada para debatir importantes reformas financieras, ya que Francia se precipitaba rápidamente hacia la bancarrota. Mirabeau, ahora conocido como pluma de alquiler, contribuyó al evento escribiendo panfletos que atacaban a su antiguo patrón Calonne, ayudando a asegurar la caída del interventor general. La asamblea llegó a la conclusión de que solo una reunión de los Estados Generales tenía autoridad para aprobar reformas tan amplias, y el rey Luis XVI programó a regañadientes una reunión en 1789. Los Estados Generales, una reunión de diputados elegidos en representación de los tres estamentos de la Francia prerrevolucionaria (el clero, la nobleza y los plebeyos), era una oportunidad demasiado grande para que cualquier hombre ambicioso la dejara pasar.
Como Mirabeau no podía ser elegido diputado de su propio Segundo Estado, ya que no poseía tierras, se presentó como diputado del Tercer Estado. Despreciado durante toda su vida por los miembros de su propia clase, Mirabeau pronunció feroces denuncias contra las clases privilegiadas, y sus habilidades oratorias le hicieron ganar las elecciones tanto en Marsella como en Aix-en-Provence. Al optar por representar a esta última, Mirabeau estuvo presente en la apertura de los Estados Generales de 1789 en Versalles, donde consolidaría su lugar en la historia.
La voz del pueblo
Mirabeau no tuvo problemas para destacarse, incluso entre una multitud tan numerosa como la reunida para los Estados Generales. Su reputación, tanto de escritor experto y capaz como de mujeriego escandaloso y endeudado, le precedía. Su habilidad para hablar en público, muy refinada a lo largo de los años, lo hacía imposible de ignorar; en sus propias palabras: "cuando agito mi terrible melena, ¡nadie se atreve a interrumpirme!" (Davidson, 13).
A medida que avanzaba la reunión de los Estados Generales, la conversación comenzó a alejarse de la reforma financiera y a centrarse en la desigualdad dentro de la sociedad francesa, concretamente en los privilegios de los dos estamentos superiores en comparación con las cargas del Tercer Estado, que constituía más del 90% de la población francesa. Algunos, como el abate Sieyès, adoptaron la posición radical de que el Tercer Estado constituía toda una nación por sí mismo y que los demás estamentos no eran más que un peso muerto. Mirabeau, todavía resentido por el rechazo del Segundo Estado, aplaudió esta opinión.
Junto con un puñado de personas, Mirabeau y Sieyès se convertirían en los líderes de la situación del Tercer Estado, incluso cuando éste clamaba por la convocatoria de una asamblea nacional y la creación de una nueva constitución. El 23 de junio, en medio de este tenso ambiente, un representante real exigió a los miembros descontentos de cada uno de los estamentos que volvieran a sus cámaras separadas al final de una sesión real. A esta orden, Mirabeau respondió célebremente: "Id y decid a los que os han enviado que estamos aquí por voluntad del pueblo, y que solo se nos puede hacer salir por la fuerza de las bayonetas" (Davidson, 21). Esta dramática respuesta, denominada por los historiadores franceses "la réplica de Mirabeau", sirvió para desafiar la legitimidad de la autoridad real. Al día siguiente, la mayor parte del clero se unió al Tercer Estado, al igual que 47 nobles, y pronto se formó una Asamblea Nacional.
Mirabeau no estuvo de acuerdo con el asalto a la Bastilla del 14 de julio, pero instó a la destitución de los ministros culpables de los disturbios. El 4 de agosto, la Asamblea abolió el feudalismo en los Decretos de agosto, mientras trabajaba en la elaboración de una nueva constitución. El propio Mirabeau trabajó en los borradores de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y presentó la moción para confiscar las propiedades de la iglesia para respaldar el valor del asignado, la nueva forma de papel moneda de la Francia revolucionaria. Defendió estas y otras victorias revolucionarias en poderosos discursos a finales de 1789 y principios de 1790.
Mirabeau fue un defensor de la monarquía constitucional e instó a la creación de un sistema de gobierno como el utilizado por Gran Bretaña. No fue el único en sostener esta opinión en los primeros meses de la Revolución, ya que muchos creían que un rey seguía siendo necesario para dar legitimidad al Estado. En octubre, la Marcha de las mujeres a Versalles trasladó por la fuerza a la familia real de Versalles al Palacio de las Tullerías de París. Muchos de los participantes en la marcha habían exigido una monarquía constitucional, y Mirabeau comenzó a esbozar su idea de tal sistema. En consulta con los aliados de la corona, Mirabeau imaginó un gobierno que lo incluyera a él mismo y a las figuras más destacadas de la Revolución. Este plan se filtró a la Asamblea, que votó el 7 de noviembre de 1789 para prohibir a todos los asambleístas ser ministros reales, frustrando así el plan de Mirabeau.
Últimos años: monárquico revolucionario
En julio de 1790, la reina María Antonieta (1755-1793) se reunió con Mirabeau en la intimidad del castillo de Saint-Cloud, a 5 km (3 mi) al oeste de París. La reina lo despreciaba; se había referido al "horror que me inspira su inmoralidad" (Fraser, 313). Sin embargo, María Antonieta no estaba en condiciones de ser exigente con sus aliados, y Mirabeau, que gozaba una popularidad comparable al odio que recibían ella y el rey, sería un amigo inestimable. A estas alturas, el rey y la reina se habían convertido prácticamente en prisioneros en su propio palacio, a merced de la Asamblea y del marqués de Lafayette (1757-1834), comandante de la Guardia Nacional y carcelero efectivo de la familia real. Aunque su situación no era ni mucho menos tan grave como lo estaba a punto de ser, cada vez estaba más claro que necesitarían ayuda para recuperar la autoridad real.
Mirabeau aceptó servir al rey y a la reina como su consejero secreto, a cambio de que el rey pagara sus deudas, que ahora ascendían a la asombrosa suma de 208.000 libras. Luis pagó las deudas de Mirabeau con dinero austriaco y aceptó darle más pagos mensuales de 6000 libras, con la promesa de que habría más. Mirabeau no consideraba que el rey le estuviera pagando. De hecho, creía que la Revolución había alcanzado todos sus objetivos en 1789 y se veía a sí mismo como uno de los ministros del rey, encargado de crear una monarquía constitucional compatible con las nuevas reformas revolucionarias. Ya en mayo de 1790, Mirabeau defendió la autoridad del rey ante la Asamblea, instando a que Luis XVI conservara su derecho a opinar sobre la guerra y la paz y a mantener su poder de veto absoluto. Este comportamiento, unido a la repentina mejora del estilo de vida de Mirabeau, no pasó desapercibido, y por las calles de París circularon panfletos llamándole traidor. Aun así, Mirabeau gozó de suficiente apoyo para ser elegido presidente del Club de los Jacobinos en 1790.
En su calidad de consejero real secreto, Mirabeau elaboró un plan para salvar la autoridad real, que era la única manera, en su opinión, de evitar una guerra civil. Abogó, aunque sin éxito, por la derogación del decreto que prohibía a los miembros de la asamblea convertirse en ministros reales, pues creía que tal división solo provocaría hostilidades entre el cuerpo legislativo y el gabinete del rey.
Mirabeau también conspiró para socavar a Lafayette que, a pesar de ser un monárquico constitucional, había sido un rival de Mirabeau desde que rechazó su oferta de alianza política en 1789. Peor aún, en opinión de Mirabeau, Lafayette había demostrado su ambición al ponerse en un lugar central y relegar al rey a un papel secundario durante la Fiesta de la Federación de 1790. Dado que Lafayette derivaba su poder de la Guardia Nacional, una fuerza encargada de mantener el orden en París, Mirabeau pensó que trasladar la capital de Francia a otra ciudad privaría a Lafayette y a otros rivales de sus fuentes de poder. El traslado del rey a otro lugar también lo mantendría a salvo mientras las tensiones en la ciudad se disipaban por sí solas.
Al final, cuando Mirabeau trató de reconciliar la Revolución con la monarquía, sus intentos fracasaron. El testarudo Luis XVI mostró poco entusiasmo por colaborar con la Asamblea, mientras que a medida que pasaba el tiempo, menos miembros de la asamblea se preocupaban por trabajar con el rey. Aunque "en la corte [Mirabeau] abogaba a favor de la Revolución... y en la Asamblea abogaba a favor del rey", la Revolución parecía avanzar demasiado rápido, y la posibilidad de reconciliación se alejaba rápidamente (Furet, 271). Mirabeau empezó a sufrir constantes ataques desde el interior del Club de los Jacobinos, mientras que los periódicos radicales que lo denunciaban se redoblaban.
Mientras tanto, Mirabeau mantuvo su dominio en la Asamblea. Caminó por la fina línea entre no comprometer las tensas relaciones entre Francia y las naciones vecinas sin renegar de ninguna de las victorias políticas de la Revolución. Sin embargo, incluso en sus últimos meses, fue tan agudo en la Asamblea como siempre. Sus acciones para proteger a las tías del rey, que habían huido de París, así como su hostilidad a una ley contra los emigrados, provocaron un revuelo contra él en la Asamblea. Acusado de parecerse a un dictador en una oportunidad, Mirabeau respondió: "toda mi vida he combatido el despotismo y seguiré combatiéndolo". Cuando unos cuantos asambleístas refunfuñaron ante esto, él espetó, como un maestro de escuela que regaña a los niños revoltosos: "¡Silencio, esas treinta voces!" (Schama, 541).
El 25 de marzo de 1791, tras pasar la noche con dos bailarinas de la ópera, Mirabeau sufrió violentos cólicos intestinales. Lo que su médico personal, Cabanis, descartó en un principio como una noche de excesos sexuales, resultó ser algo más, ya que el dolor se agravó. Siguió empeorando hasta que, en la mañana del 2 de abril, Mirabeau le dijo a Cabanis que quería afeitarse, ya que "amigo mío, hoy voy a morir" (Schama, 543). Unas horas más tarde murió, con 42 años. La autopsia confirmó que murió de pericarditis linfática.
Legado
La muerte de Mirabeau fue recibida con luto nacional, ya que se lo consideraba un héroe nacional y un padre de la Revolución. Se le hizo un grandioso entierro en el recién construido Panteón, un mausoleo para ciudadanos franceses distinguidos. Sin embargo, ni su gloriosa reputación ni la monarquía durarían mucho tiempo. Durante el juicio a Luis XVI en 1792, se reveló que Mirabeau había estado trabajando en secreto con el rey. Fue denunciado por Robespierre, ahora uno de los líderes jacobinos más influyentes, y sus restos se sacaron del Panteón y se enterraron en una tumba sin nombre. A pesar de que sus restos se buscaron en 1889, nunca se encontró nada.
La muerte de Mirabeau hizo mucho más difícil la defensa de la monarquía, aunque algunos historiadores sostienen que la monarquía no se habría podido salvar aunque él hubiera vivido. Aun así, es indiscutible que fue un líder fuerte y capaz, que pasó de ser un prisionero escandalizado a uno de los hombres más populares de Francia, ampliamente adorado a su muerte. Como muchos otros líderes revolucionarios franceses, sigue siendo una figura controvertida, vista alternativamente como un líder valioso o como un traidor inmoral. Lo que no se puede negar, sin embargo, es su efecto tanto en el curso de la Revolución como en la historia de Francia.