La Contrarreforma (también conocida como Reforma católica, de 1545 a c. 1700) fue la respuesta de la Iglesia católica a la Reforma protestante (1517-1648). Se suele fechar desde el Concilio de Trento en 1545 hasta el final de la Gran Guerra Turca en 1699, pero según algunos estudiosos, continuó después y sigue en la actualidad.
Aunque antes de la Reforma protestante ya se habían hecho esfuerzos por reformar los abusos y errores percibidos en la Iglesia, nunca fueron tan eficaces como los de la Contrarreforma. La Iglesia medieval se apresuró a aplastar los desafíos a su autoridad, aunque algunos miembros que trabajaban dentro de la Iglesia fomentaban periódicamente la reforma sin sufrir persecución. Estos esfuerzos nunca supusieron una diferencia significativa a la hora de desviar a la Iglesia de su implicación en los asuntos mundanos hacia los espirituales.
Cuando Martín Lutero (1483-1546) inició la Reforma en 1517, la Iglesia trató de silenciarlo como había hecho con los reformadores anteriores, pero debido al amplio apoyo generado en gran medida por la imprenta, no lo pudo lograr. En 1530, la mano derecha de Lutero, Felipe Melanchthon (1497-1560), había escrito la Confesión de Augsburgo, que fue contrarrestada ese mismo año por la confesión católica conocida como Confutatio Augustana, y según algunos estudiosos, fue entonces cuando comenzó la Contrarreforma. La Confutatio Augustana aclaró la posición de la Iglesia en varios temas y denunció la Reforma protestante como una herejía.
Cuando quedó claro que el nuevo movimiento no se disiparía sin más, el Papa Pablo II (en funciones entre 1534 y 1549) convocó el Concilio de Trento (1545-1563) para afirmar las verdades de la Iglesia y reformar los abusos y errores. Durante el período del Concilio de Trento y después, las autoridades católicas modificaron la venta de indulgencias, mejoraron la educación del clero, establecieron nuevas reglas para las órdenes monásticas, introdujeron doctrinas profundamente significativas sobre el uso del arte, la música y la arquitectura en el culto, y trabajaron para devolver a la Iglesia su anterior centralidad en la vida de las personas. Principalmente, trató de elevarse (y con ello a sus seguidores) por encima de las enseñanzas y prácticas de las sectas protestantes.
Sin embargo, el objetivo principal de la Contrarreforma fue el establecimiento (o el restablecimiento) del concepto de verdad última y objetiva. El primer argumento católico contra el activismo de Martín Lutero era que si cualquiera que pudiera leer la Biblia podía afirmar que conocía la verdad, entonces no había "verdad", sino solo opinión, solo interpretación. Sin una autoridad espiritual fuerte y central que determinara la verdad de la falsedad, cada persona o grupo de personas con ideas afines podría reclamar la "verdad" para sí mismo exclusivamente. Este argumento resultó ser profético, ya que esto es precisamente lo que ocurrió durante y después de la Reforma protestante, y sigue ocurriendo en el presente. Los eruditos que afirman que la Contrarreforma continúa hoy en día citan la postura actual de la Iglesia en varias cuestiones sociales y culturales como prueba de la afirmación de la Contrarreforma de que la Iglesia católica es el único árbitro de la verdad espiritual.
La Iglesia medieval y la reforma
La Iglesia medieval se consideraba la única autoridad espiritual válida para los cristianos, ya que reivindicaba un encargo directo de Jesucristo a San Pedro (considerado el primer papa), tal y como se recoge en Mateo 16:18-19. Para llevar a cabo su misión divina, se había instituido una jerarquía con el Papa como cabeza de la Iglesia, seguido de los cardenales (consejeros y administradores), los obispos y arzobispos (que presidían regiones o catedrales específicas), los sacerdotes (encargados de pueblos y parroquias) y las órdenes monásticas. Aunque en un principio esta jerarquía estaba destinada a facilitar la misión de la Iglesia de salvar almas, se había corrompido por la implicación en la política y la adquisición de poder.
En el siglo VIII, documentos eclesiásticos como La donación de Constantino afirmaban que la autoridad de la Iglesia era superior a la del monarca y, a principios del siglo XIV, se publicó la Unam Sanctam, que dejaba claro que no había salvación fuera de la Iglesia y que todos, creyentes y no creyentes, se debían someter al Papa, representante de Dios en la tierra. El Papa emitía sus decretos en latín, que descendían por la jerarquía y se transmitían al pueblo, pero la mayoría de la población europea no sentía ninguna conexión personal con ellos, ni con la Biblia, ni con las oraciones, ni con los servicios, porque no entendían el latín. La desconexión entre la jerarquía eclesiástica y las congregaciones se vio agravada por la escasa formación de los sacerdotes, obispos y cardenales, incluso de los papas, que estaban más interesados en su propia comodidad que en hacer avanzar el mensaje cristiano.
Los movimientos que abogaban por la reforma comenzaron en el siglo VII, cuando los paulicianos fomentaron el regreso a la simplicidad del mensaje evangélico y del cristianismo primitivo, tal y como se describe en el Libro de los Hechos. Los paulicianos fueron perseguidos por la Iglesia y acabaron desapareciendo en el siglo IX. Les siguieron otros, también condenados como herejes, como John Wycliffe (1330-1384) y Jan Hus (c. 1369-1415). Sin embargo, hubo otros que trabajaron dentro de la jerarquía eclesiástica por la reforma, como el erudito y sacerdote Lorenzo Valla (c. 1407-1457), que demostró que La donación de Constantino era una falsificación y no tenía autoridad bíblica, o Desiderio Erasmo (1466-1536), el gran teólogo humanista, erudito y sacerdote.
Lutero y Zwinglio
Los esfuerzos de hombres como Valla y Erasmo por reorientar a la Iglesia hacia su misión no lograron resolver la división entre la autoridad eclesiástica y el pueblo y, además, no impidieron los abusos de poder del clero ni las políticas oficiales que ponían precio a la salvación. Entre ellas estaba la venta de indulgencias (escritos que prometían reducir el tiempo de permanencia en el purgatorio tras la muerte), que generaba una importante riqueza para la Iglesia. Fue la venta de indulgencias lo que impulsó las 95 tesis de Martín Lutero en 1517, que pusieron en marcha la Reforma protestante en Alemania, mientras que, en Suiza, Huldrych Zwingli (1484-1531) inició sus propias reformas en respuesta a abusos similares.
En 1522, el activismo de Lutero y Zwinglio ya había inspirado movimientos similares en Italia, Francia, los Países Bajos y España. La Iglesia había intentado silenciar a Lutero y, cuando esto fracasó, participó en debates y publicó panfletos para desacreditar a los reformadores y mantener su autoridad. Aunque la mayoría de los europeos eran analfabetos en esta época, las publicaciones sobre esta nueva controversia religiosa eran éxitos de ventas que se leían en público, lo que atrajo un mayor apoyo a la Reforma porque conectaba al pueblo directamente con su fe y, al principio, parecía prometer un nuevo orden en el que todas las clases sociales serían iguales o, al menos, la clase más baja no tendría que soportar la carga económica de las demás.
Augsburgo, Loyola y Trento
El mensaje de la Reforma atrajo a todos los que se sentían privados de sus derechos por la Iglesia y la jerarquía social, como demuestran la Revuelta de los Caballeros (1522-1523), que pretendía establecer las "nuevas enseñanzas" en Alemania, y la guerra de los campesinos alemanes (1524-1525), un intento de derrocar el statu quo. En 1530, Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, comprendió que debía resolver estas cuestiones y convocó la Dieta de Augsburgo, en la que los protestantes de Alemania presentaron su Confesión de Augsburgo (escrita principalmente por Felipe Melanchthon, mano derecha de Lutero, 1497-1560) y los católicos contraatacaron con su Confutatio Augustana (escrita principalmente por Johann Eck, antagonista de Lutero, 1486-1543). Ambos bandos rechazaron las confesiones de fe del otro, y las confesiones se convirtieron en puntos de encuentro de los puntos de vista opuestos.
En 1521, el soldado vasco Ignacio de Loyola (1491-1556) fue herido en la batalla de Pamplona y, durante su convalecencia, recibió visiones que entendió como una llamada al servicio de la Iglesia. Renunció a su vida anterior, se dedicó al estudio de la teología y, junto con otras seis personas, en 1534, juró defender a la Iglesia católica contra la herejía, difundir su mensaje de salvación universal y ayudarla a reformar sus debilidades. En 1539, Loyola recibió la aprobación del Papa Pablo III para el establecimiento de la Compañía de Jesús (más conocida como los jesuitas), que formó de acuerdo con la jerarquía y la disciplina militar.
Los jesuitas se centraron en contrarrestar las reivindicaciones de la Reforma y en mantener la autoridad absoluta de la Iglesia católica. En sus Ejercicios espirituales (1548), Loyola dejó clara su postura, al escribir:
Si queremos proceder en todas las cosas, debemos aferrarnos al siguiente principio: Lo que me parece blanco, lo creeré negro si la iglesia jerárquica así lo define. Porque he de estar convencido de que en Cristo nuestro Señor, el esposo, y en su esposa la iglesia, reina un solo Espíritu que gobierna y rige para la salvación de las almas. Pues es el mismo Espíritu y Señor que dio los Diez Mandamientos el que rige y gobierna nuestra santa madre iglesia. (Punto 13, Janz, 429)
Al mantener la autoridad singular de la Iglesia para definir la verdad, Loyola apoyó el argumento presentado por primera vez por Johann Eck contra Lutero y Andreas Karlstadt (1486-1541) en el debate de Leipzig en 1519: si no había una autoridad espiritual central para definir la "verdad", entonces la interpretación de cualquiera de la "verdad" podía considerarse válida, en cuyo caso no había verdad, sino solo opinión. Eck había afirmado que solo la Iglesia podía interpretar las escrituras porque la Biblia no era un libro cualquiera y sus enseñanzas eran más complejas de lo que parecían. Se necesitaban teólogos cultos para interpretar la obra y predicar su mensaje a los laicos.
Lutero había rechazado esta pretensión como un intento más de la Iglesia por mantener el poder e insistió en que solo se necesitaba la fe individual y la escritura para ser justificado ante Dios. Loyola no solo rechazó la pretensión de Lutero, sino que tomó medidas en su contra estableciendo universidades y seminarios en los que los sacerdotes serían educados en la interpretación de las Escrituras y en el ministerio de acuerdo con la enseñanza de la Iglesia de que solo se estaba justificado por la adhesión a los preceptos católicos. El Concilio de Trento también rechazó la pretensión de Lutero, apoyando la de Eck, en varias de sus disposiciones finales, especialmente en el Canon 14:
Si alguno dijere, que el hombre queda absuelto de los pecados, y se justifica precisamente porque cree con certidumbre que está absuelto y justificado; o que ninguno lo está verdaderamente sino el que cree que lo está; y que con sola esta creencia queda perfecta la absolución y justificación; sea excomulgado. [1]
Excomulgado significaba ser condenado o maldecido. El Concilio de Trento se convocó para reafirmar la doctrina católica, enmendar errores y abusos y condenar las enseñanzas de las sectas protestantes. Los delegados protestantes fueron invitados a discutir y debatir los puntos, pero se dejó claro que no tendrían voz en la votación de los decretos. El concilio rechazó la afirmación de Lutero de que uno se justificaba solo por la fe y mantuvo que la Iglesia era la única autoridad tanto en la interpretación de las escrituras como en sus enseñanzas. La venta de indulgencias se modificó (aunque no se abolió) al igual que tradiciones como la veneración de los santos y las reliquias, la comprensión de la Eucaristía, el uso del latín en la celebración de la misa y los beneficios de la iconografía y la música en el culto.
Verdad y falsedad
Las reformas del Concilio de Trento, aunque sinceras, también pretendían socavar la crítica protestante a la Iglesia y marcar una clara diferencia entre las visiones protestante y católica del cristianismo. El rechazo de las afirmaciones de Lutero sobre la "sola fe" y la "sola escritura" fue fundamental para establecer la pretensión católica como única autoridad para determinar la verdad espiritual. En 1545, había muchas sectas protestantes diferentes, cada una de las cuales afirmaba tener el "verdadero cristianismo", mientras que la Iglesia contestaba que, si todas afirmaban tener razón, ninguna podía tener razón, mientras que la Iglesia (que tenía el mandato original del propio Jesucristo) no podía estar equivocada.
Los jesuitas y otros clérigos católicos no se limitaron a hacer esta afirmación y dejarla como si fuera evidente, sino que trataron de refutar las afirmaciones protestantes de "solo fe" y "solo escritura" recurriendo a la literatura clásica y, en concreto, a la disciplina del escepticismo filosófico formulada por Sexto Empírico (entre el año 160 y el 210 d.C.) y basada en las opiniones del filósofo escéptico Pirro de Elis (entre el 360 y el 270 d.C.). Pirro sostenía que no se podía confiar en los sentidos a la hora de emitir juicios o sacar conclusiones, por lo que lo mejor era abstenerse de hacerlo o de tomar demasiado en serio las conclusiones de los demás.
La Iglesia se basó directamente en la obra de Empírico, que escribió extensamente sobre el tema, para argumentar que las afirmaciones de los líderes protestantes eran erróneas porque no eran más que opiniones. Empírico escribe: "A todo argumento se opone un argumento igual" (Outlines, XXVII.202), para aclarar la afirmación de Pirro de que todo argumento es simplemente una opinión, no puede definirse objetivamente como relacionado con la "verdad" y, por tanto, no es nada en lo que haya que involucrarse o molestarse. La Iglesia procedió, por así decirlo, a partir de este punto, a la pregunta: "¿Y si hubiera alguien o algo que pudiera resolver un argumento objetivamente, de modo que ya no fuera una cuestión de opinión sino de verdad?"
Entonces respondieron a esa pregunta con la frase de las Escrituras: "Confía en el Señor de todo corazón, y no en tu propia inteligencia." (Proverbios 3:5). Afirmaban que la Iglesia, como representante de Dios en la tierra, podía confiar en la verdad sobre la naturaleza de lo divino, mientras que los protestantes se apoyaban en su propio entendimiento y habían rechazado la verdad por la falsedad. Este argumento es la base de la afirmación de Loyola de que uno debe aceptar que lo blanco es negro si la Iglesia dice que lo blanco es negro y fue también la justificación subyacente de otros decretos del Concilio de Trento, como la Inquisición y el Índice de Libros Prohibidos. La Iglesia había permitido que se cuestionara su autoridad en 1517 y no iba a cometer ese error de nuevo. Los jesuitas, especialmente, juraron mantener esa autoridad y defender a la Iglesia con sus vidas.
Arquitectura, arte y música
Los jesuitas se hicieron famosos por su habilidad para debatir y refutar las afirmaciones de los protestantes, y se encontraban entre los defensores del catolicismo mejor formados y más elocuentes. Mientras estos "soldados de Cristo" trabajaban como misioneros y apologistas, la Iglesia fomentaba su objetivo de restablecer su centralidad y autoridad mediante grandes proyectos arquitectónicos y encargando composiciones y obras de arte para elevar las almas de los creyentes y ejemplificar la grandeza de la visión católica.
Este estilo (ya sea en el arte, la arquitectura, la danza o la música) pasó a conocerse como barroco, que significa "de forma irregular" para diferenciarlo del estilo clásico. Las iglesias y catedrales barrocas presentaban espacios amplios y abiertos, ventanas iluminadas y cúpulas profusamente pintadas, con el altar como centro de atención, pero que invitaban al feligrés a entrar en un espacio sagrado, que animaba a mirar hacia arriba y alrededor de las distintas obras de arte, incluido el propio edificio. La inmensidad de una casa de culto católica se diseñó a propósito para impresionar sobre la grandeza de Dios y el lugar del individuo en su mundo, para servir como una encarnación de las advertencias bíblicas "La tierra es del Señor y su plenitud" (Salmo 24:1) y "Dios está en el cielo y tú en la tierra; por tanto, que tus palabras sean pocas" (Eclesiastés 5:2). Las obras de arte encargadas para estas estructuras tenían el mismo propósito.
Aunque no todo el arte barroco trataba temas religiosos, muchos de los más famosos sí lo hacían, como La llamada de San Mateo de Caravaggio o El éxtasis de Santa Teresa de Bernini. La música siguió el mismo paradigma, ya que los compositores crearon obras que celebraban temas cristianos y cuyo objetivo era la elevación del público, como en los casos de dos de las obras más conocidas, el Mesías de Händel y la Pasión de San Mateo de Bach. Aunque los luteranos permitían que la música fuera parte del culto y, eventualmente, el arte, era más modesta. Los calvinistas (seguidores de Juan Calvino, 1509-1564) prohibieron la música, la danza y cualquier tipo de iconografía por considerarla idolátrica. La Iglesia católica trató de distanciarse de estas sectas fomentando el aprecio por el arte y la música, que pretendía alentar la propia fe y cerrar la anterior división entre el clero y los laicos en la Iglesia a través de la comunión directa con Dios.
Conclusión
La Iglesia respondió a las críticas de que la jerarquía ignoraba las interpretaciones individuales del cristianismo reconociendo a figuras como Santa Teresa de Ávila (1515-1582) y San Juan de la Cruz (1542-1591), al tiempo que señalaba su anterior reconocimiento de otros místicos como Hildegarda de Bingen (1098-1179) y Julián de Norwich (1342-1416). Estos individuos afirmaban tener revelaciones personales al igual que Lutero y otros protestantes, pero estaban en línea con las enseñanzas aceptadas de la Iglesia católica y por lo tanto se podían considerar como verdaderas. Las afirmaciones de los reformadores se desestimaron como una interpretación individual, equivalente a una opinión y no a la verdad.
La Contrarreforma siguió persiguiendo sus objetivos a lo largo del siglo XVII, enviando misioneros jesuitas por todo el mundo para seguir estableciendo la autoridad de la Santa Iglesia Católica y Apostólica, hasta la disolución de la Santa Liga en 1699. La Santa Liga era una alianza de naciones cristianas movilizadas contra la agresión del Imperio otomano, y una vez neutralizada esa amenaza tras la Gran Guerra Turca, la liga se disolvió.
Algunos estudiosos consideran que este acontecimiento puso fin de la Contrarreforma, ya que puso fin a un siglo de conflictos alentados por las diferencias religiosas o directamente atribuidos a ellas. Sin embargo, según algunos puntos de vista, la Contrarreforma nunca ha terminado ya que, por definición, fue una respuesta al desafío de la herejía generalizada y sigue oponiéndose a lo que considera opiniones heréticas en la actualidad. Según este punto de vista, la Contrarreforma está en marcha, ya que la Iglesia sigue reivindicando su condición de primera y, por tanto, más auténtica encarnación de la visión cristiana.
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