Las bibliotecas eran una característica de las ciudades más grandes de la antigüedad, y las de Alejandría, Atenas, Constantinopla, Éfeso y Nínive son algunos ejemplos famosos. Rara vez se prestaban libros en estas bibliotecas, que normalmente estaban diseñadas para que los eruditos acudieran a estudiar y copiar lo que les interesaba. No fue hasta la época romana que las bibliotecas públicas permitieron que acudiera todo el mundo a leer lo que quisiera. Los textos en las bibliotecas de la antigüedad normalmente se conservaban en papiros o rollos de cuero, inscritos en tablillas de cera o arcilla o en códices de pergamino, y trataban todos los temas, desde cómo interpretar los augurios hasta cartas enviadas de un gobernante a otro. Los libros se adquirían mediante la compra, la copia y las donaciones, pero también era uno de los tesoros que los conquistadores saqueaban de las ciudades; tal era el valor que se ponía en el conocimiento en la antigüedad.
El concepto de biblioteca en la antigüedad
Las bibliotecas de la antigüedad no siempre estaban diseñadas para que el público consultara libremente los textos o se los llevara del lugar, como las bibliotecas actuales, aunque algunas sí que ofrecían este servicio. Muchas bibliotecas en Oriente Próximo y Egipto estaban unidas a templos sagrados o eran parte de un archivo administrativo o real, mientras que en el mundo griego y romano esta clase de biblioteca continuó, pero las colecciones privadas también se hicieron mucho más comunes. Cuando las bibliotecas estaban abiertas al público, normalmente era para permitir que los estudiosos que las visitaban pudieran consultar o copiar los textos, al estilo de una biblioteca de referencia moderna o el archivo de una institución de investigación. En la época romana, las bibliotecas empezaron a ofrecer más que libros, organizando conferencias, invitando a oradores para impresionar y reuniendo a intelectuales para discutir temas con otros visitantes en la tranquilidad del salón de audiencias de la biblioteca o el jardín.
Los textos de la antigüedad se presentaban de muchas formas, tales como rollos de papiro (el formato principal) o de cuero, o grabadas en tablillas de cera o arcilla. Los rollos de papiro eran largos; el estándar era de entre 6 y 8 metros (20-26 pies) y a veces se escribía por las dos caras, normalmente en dos columnas y con amplios márgenes para añadir notas posteriormente. El papiro se enrollaba sobre un palo de madera y se podía tratar para proteger el material. Por ejemplo, se añadía aceite de cedro para protegerlo de los gusanos. Los rollos de cuero se hacían curando el material o, en el caso de la vitela o el pergamino, se remojaban en pastas hechas con cal y se alisaban frotándolas con piedra pómez. En la época romana (siglos I a IV EC), a veces también se unían varias hojas de pergamino con correas de cuero o cosiéndolas para formar un códice, que a veces también tenía tapas de cuero o madera. El códice era mucho más fácil de usar, ya que podía recoger más texto, era más fácil encontrar pasajes específicos (naciendo así el marcapáginas) y ocupaba menos espacio en las estanterías que un rollo. Los temas recogidos en textos de la antigüedad lidiaban con todos los aspectos de las sociedades antiguas, incluidas la religión, las ciencias, las matemáticas, la filosofía, la medicina y la correspondencia entre gobernantes.
Las bibliotecas de Oriente Próximo
Las bibliotecas eran un elemento habitual de las ciudades de Oriente Próximo desde mediados del segundo milenio AEC. Asirios, babilonios e hititas todos tenían bibliotecas, al igual que ciudades sirias como Emar y Ugarit. Los textos presentes tenían diferentes formatos y podían estar escritos en rollos de cuero (magallatu), en tablas de madera recubiertas de cera, en papiro y en tablillas de arcilla. Estas últimas son las únicas que han sobrevivido (en cantidades prodigiosas), pero en ellas se mencionan los otros medios usados para mantener a salvo los escritos y los textos para las futuras generaciones de lectores. A menudo un texto ocupa varias tabletas, a veces hasta 100. Los idiomas utilizados incluyen el cuneiforme, el acadio, el sumerio, el hurrita y el griego.
Las culturas de Oriente Próximo tenían tres tipos de bibliotecas, una diversificación que se ha observado en muchos otros estados posteriores en otros lugares. Estas eran la biblioteca dentro del palacio real, las que estaban en los templos y las que estaban en las casas particulares. La más común era la segunda categoría, ya que era aquí adonde acudían la mayoría de estudiosos y los que podían leer y escribir.
La biblioteca palaciega asiria en la capital, Nínive, a menudo llamada la biblioteca de Asurbanipal, en honor al rey asirio (r. 668-627 AEC) pero que en realidad fue amasada por varios gobernantes diferentes, se inició en el siglo VII AEC, si no antes. Esta biblioteca estaba compuesta principalmente de textos escritos en cuneiforme, que cubría básicamente cualquier tema con el que pudieran hacerse los reyes, desde himnos hasta mitos. Los textos se adquirían haciendo copias o simplemente llevándose los que se encontraban en otras bibliotecas, mediante donaciones de particulares, y como resultado de la conquista. Los estudiosos estiman que solo la sección de tablillas contaba con 30.000 tablillas de arcilla, y las que formaban parte de la colección privada de Asurbanipal estaban especialmente bien escritas y selladas. Mientras que el mundo entero llora la pérdida de la biblioteca de Alejandría (ver más abajo), la de Nínive sufrió una tragedia parecida cuando fue destruida durante la invasión de los medos en 612 AEC. Afortunadamente, muchas de las obras ya se habían copiado y sobrevivieron en otras bibliotecas asirias.
Babilonia, Kalhu, Sippar y Uruk tenían famosas bibliotecas en sus templos. En ellas, los estudiosos, tanto residentes como de visita, copiaban los textos, muchos de los cuales podían acabar en una biblioteca privada. Estas últimas no eran tan privadas como sugiere el nombre, sino que en realidad eran colecciones de textos sobre un tema específico usadas por ciertos profesores y gentes de otras profesiones y podían tener una conexión con un templo. Estas obras abarcaban temas como los rituales y la religión (especialmente los encantamientos, las oraciones para el exorcismo, y cualquier otro ritual que requiriese recitar una fórmula específica), descubrimientos académicos de matemáticas y astronomía, medicina y cómo interpretar correctamente los augurios.
Las bibliotecas de Egipto
En el antiguo Egipto se empezaron a guardar colecciones de fuentes textuales similares a los archivos modernos desde el Imperio antiguo en adelante, y en estos se podían encontrar documentos que trataban de cultos, textos sagrados, mágicos o administrativos. Sin embargo, las bibliotecas egipcias eran más que simples almacenes de textos antiguos; a menudo se incluían textos contemporáneos, especialmente relacionados con el gobierno, o incluso cartas de los faraones. Los egipcios también tenían muchas clases de biblioteca, distintas de los archivos propiamente dichos, que tenían nombres como "casa de libros" (per-medjat), "casa de escritos" (per-seshw) o "casa de las divinas palabras" (per-medw-netjer). Se desconoce el significado exacto de estos términos, que sin duda varió con el tiempo. Al igual que en Oriente Próximo, las bibliotecas de Egipto a menudo estaban asociadas a templos y palacios reales. Una pequeña biblioteca excavada en Edfu revela que los rollos de pergamino se guardaban en cofres en los nichos de las paredes.
Los egipcios poseían la que posiblemente sea la biblioteca más famosa de la antigüedad en Alejandría, aunque a pesar de su fama todavía no sabemos cuándo se fundó exactamente o cuando se destruyó. Las fuentes más antiguas citan a Ptolomeo II Filadelfo (r.285-246 AEC) como fundador. En una combinación de biblioteca pública y real, fue una de las primeras en permitir que alguien que no estuviera a cargo de la biblioteca entrara y estudiara los entre 500.000 y 700.000 rollos. Sin embargo, es poco probable que dejasen entrar a cualquiera, y lo más seguro es que estuviera reservada para una comunidad pequeña de eruditos.
La dinastía Ptolemaica dedicó mucho tiempo y dinero a construir la biblioteca de Alejandría, adquiriendo textos alrededor de todo el Mediterráneo. Compraban los libros en mercados de ciudades tales como Atenas y Rodas, se añadía toda la correspondencia oficial, los copistas y los comentaristas creaban libros completamente nuevos, e incluso puede que los barcos que llegaban a Alejandría con cualquier texto lo vieran confiscado para ser añadido a la colección de la ciudad. Los bibliotecarios, que trabajaban a las órdenes de un director, eran despiadados y estaban completamente decididos a construir el depósito del saber más grande del mundo, sin dejar pasar un solo tema ni una sola fuente.
Para facilitar la recuperación de los pergaminos, el inmenso contenido de la biblioteca estaba dividido en secciones por géneros, tales como poesía trágica, comedia, historia, medicina, retórica y derecho. Los bibliotecarios no acumulaban textos sin más, sino que también los catalogaban, los organizaban en libros, capítulos y sistemas numéricos (muchos de los cuales se siguen usando hoy en día), y añadían notas que indicaban cosas como cuándo se había representado una obra y dónde. A veces también se añadía una breve evaluación crítica al texto, y se escribían guías sobre grupos de textos, se hacían listas de qué autores consultar sobre cualquier tema, y se creaban minienciclopedias con biografías breves de autores y sus principales obras. Incluso había eruditos cuyo trabajo era comprobar la autenticidad de los textos de anticuario.
Una vez que la biblioteca ya no tenía el respaldo total del estado, cayó en declive a partir de mitad del siglo II AEC. Varios escritores de la antigüedad, tales como Plutarco (c. 45- c. 125 EC), culparon a Julio César (100-44 AEC) de quemar la biblioteca, pero esta sobrevivió de una forma u otra, solo para sufrir más incendios en torno a 270 EC y 642 EC. Sea cual sea la historia exacta de la desaparición de la biblioteca, afortunadamente para la posteridad muchos de los textos de Alejandría se fueron copiando a lo largo de los siglos, y muchos de ellos acabaron el bibliotecas bizantinas, llegando a imprimirse después durante el Renacimiento, creando una unión tangible entre los antiguos rollos de papiro y las ediciones que se encuentran hoy en día en las bibliotecas de las universidades de otros lugares.
Las bibliotecas de Grecia
Las bibliotecas de Grecia siguieron consistiendo principalmente de rollos de papiro, sin embargo hay un indicador de que los libros se estaban haciendo más comunes fuera de las instituciones, que es que para los griegos el término biblioteca podía referirse tanto al lugar en el que se guardaban los textos como a una pequeña colección de libros, que en los mercados atenienses del siglo V AEC ahora ya estaban disponibles. El dueño de una celebrada colección fue el tirano Polícrates de Samos (r. 538-522 AEC). Los escritores de la antigüedad atribuyen la primera biblioteca pública griega al esfuerzo de Pisístrato de Atenas (c. 527 AEC). Los pensamientos de los famosos filósofos griegos eran una gran fuente de libros (el propio Aristóteles era un conocido coleccionista), pero seguía habiendo un debate sobre qué era mejor para enseñar: la palabra hablada o escrita.
Los líderes helenísticos a menudo veían las bibliotecas como una manera de promover su gobierno y presentarse como gobernantes instruidos y doctos. De acuerdo con esto, a veces patrocinaban públicamente a ciertos escritores, que a su vez conseguían una aceptación entre intelectuales (y políticos) al conseguir que sus obras se incluyeran en una biblioteca oficial. Ya hemos visto el trabajo de la dinastía ptolemaica en Alejandría, pero en la misma época también encontramos Pela, Antioquía, y Pérgamo, creada por la dinastía atálida (282-133 AEC), que se dice que tenía 200.000 pergaminos. Otra tendencia de la época era que el gimnasio, presente en muchas ciudades griegas, tuviera una biblioteca, ya que este lugar llegó a asociarse tanto con el aprendizaje como con el entrenamiento físico.
Las bibliotecas de Roma
La primera referencia a una biblioteca en Roma es la colección de libros del general y cónsul Emilio Paulo (c. 229 - 160 AEC), que se la llevó a casa tras derrotar a Perseo de Macedonia (c. 212 - 166 AEC) en 168 AEC. Este fue un modelo muy repetido, y la instancia posiblemente más infame fue la apropiación de Sila de la biblioteca de Aristóteles cuando saqueó la ciudad de Atenas en 84 AEC. Al igual que en otras culturas anteriores, las bibliotecas se asociaban en particular con templos, palacios y archivos estatales, y al igual que en Grecia, también tenían la combinación de gimnasio y biblioteca, ahora conocida como palaestra. Los escritores romanos eran comentaristas prolíficos sobre las obras de sus predecesores griegos, así que claramente tenían acceso a sus textos en las bibliotecas. Las bibliotecas romanas solían estar divididas en el interior en dos áreas: una para obras latinas y otra para obras griegas.
La creciente cantidad de niños que se mandaban a educadores propició un gran aumento en la creación de libros, y de ahí nació la idea de que un ciudadano romano respetable no solo tenía que conocer bien la literatura sino que tenía que tener su propia colección de libros, una biblioteca privada que a menudo estaba a disposición de un amplio círculo de amigos y familiares. Un ejemplo de este tipo de biblioteca es la excavada en Herculano. Propiedad de L. Calpurnio Pisón (el suegro de Julio César), alberga los restos chamuscados de unos 1.800 rollos que se habrían guardado en nichos en las paredes o en armarios divididos (armaria) dispuestos en torno a una mesa de lectura central.
Para finales de la república romana, personajes como Julio César, el cónsul Asinio Polión (75 AEC - 4 EC) y más tarde el emperador Augusto (r. 27 AEC - 14 EC), empezaron a actuar según la idea de que los libros pertenecían a todo el mundo, construyendo así las primeras verdaderas bibliotecas públicas, en contraposición a las bibliotecas de las épocas anteriores que eran solo para eruditos. Escritores como Ovidio (43 BCE - 17 CE), y Plinio el Viejo (23-79 EC) hacen referencia al hecho de que algunas bibliotecas famosas de hecho estaban disponibles para todo el mundo, y diseñadas con tal fin. Un cartel que sobrevive de la biblioteca de Panteno, en Atenas, dice: "No se puede sacar ningún libro... Abierta desde el amanecer hasta mediodía" (Hornblower, 830). Normalmente, un asistente encontraba el pergamino deseado mientras los copistas y restauradores trabajaban entre bambalinas.
Había tantas bibliotecas - la ciudad de Roma acabaría teniendo puede que 28 bibliotecas públicas - que Vitruvio (c. 90 - 23 AEC), el famoso arquitecto y erudito, dedicó parte de su obra Sobre la arquitectura a las consideraciones adecuadas a la hora de construir una biblioteca. Recomendaba que una biblioteca mirara al este tanto para recibir la mejor luz como para evitar la humedad. Otros escritores aconsejaban que los suelos de la biblioteca fueran de mármol verde y que sin duda los techos no debían ser dorados para evitar cualquier reflejo y el cansancio innecesario de los ojos.
Las bibliotecas romanas llegaron a ser el lugar donde un escritor publicaba por primera vez su obra, leyendo en voz alta para una pequeña audiencia. La biblioteca palatina de Augusto también se usaba para toda clase de reuniones, incluidas las audiencias imperiales y las sesiones del Senado romano. Otra posible combinación de funciones era tener bibliotecas en los baños romanos; los baños de Trajano (r. 98-117 EC), Caracalla (r. 211-217 EC) y Diocleciano (284-305 EC) en Roma todos tenían estancias identificadas por al menos algunos estudiosos como bibliotecas, aunque probablemente, de ser así, no estaba permitido llevar ningún rollo a la sauna. Al igual que con otros elementos de su cultura, los romanos extendieron la idea de bibliotecas públicas por todo el imperio, y se establecieron algunas famosas en Éfeso (la Biblioteca de Celso, completada en 117 EC) y en Atenas (la Biblioteca de Adriano, completada en torno a 134 EC). Otras bibliotecas famosas del siglo II EC son las de Rodas, Cos y Taormina (Tauromenium).
Las bibliotecas bizantinas
Aunque el imperio bizantino poseía una biblioteca imperial y una patriarcal (dirigida por el obispo principal) durante gran parte de su historia y presumía de una de las grandes bibliotecas en Constantinopla con sus 120.000 rollos (se quemó en torno a 475 EC), en general a finales de la Antigüedad las bibliotecas públicas empezaron a desaparecer en el mundo grecorromano. Sin embargo, los libros ciertamente no desaparecieron por completo, y los monasterios bizantinos se convirtieron en los grandes conservadores de los textos antiguos en sus bibliotecas. Adquiridos mediante un copiado incansable y las donaciones de amables mecenas, a un monasterio medio le iba bien si podía presumir de 50 libros, y estos realmente solo eran para que los eruditos los consultaran cuando las bibliotecas volvieron al papel más limitado que habían tenido en Oriente Próximo y Egipto.
Se producían libros nuevos en gran parte gracias a la religión cristiana que, a diferencia de otras creencias paganas anteriores, transfería ideas a los nuevos fieles mediante la palabra escrita en vez de una simple instrucción oral. Los que se convertían también recordaban las historias, los himnos y los rituales gracias a los textos. Los interminables debates que los eruditos cristianos crearon con ideas nuevas e interpretaciones de textos más antiguos, sus comentarios y los cismas resultantes todos dieron lugar a un auge en la producción de libros y la lectura, aunque también a la destrucción de aquellos libros considerados subversivos. Algunos ejemplos notables de bibliotecas bizantinas son las de los monasterios en el Monte Atos y el monte Sinaí, que contienen alrededor de un cuarto de todos los manuscritos medievales que se conservan. Es en gran parte gracias a los monjes bizantinos de entonces, siempre ocupados produciendo sus hermosos pero caros manuscritos iluminados, que hoy en día podemos leer, estudiar y disfrutar de las obras de tales nombres como Heródoto, Sófocles y Tucídides.