Durante el Renacimiento la mayoría de las obras de bellas artes eran encargadas y pagadas por potentados, instituciones cívicas y privadas, así como por personas pudientes. Algunas formas en que los artistas se ganaban la vida eran produciendo estatuas, frescos, retablos y retratos. Para los clientes con medios más modestos había objetos ya hechos tales como placas y estatuillas. A diferencia de hoy, se esperaba que el artista del Renacimiento sacrificara sus sentimientos artísticos y produjera exactamente lo que el cliente ordenase o dispusiese. Se preparaban contratos para los encargos donde se estipulaban el costo final, el cronograma, la cantidad de materiales preciosos a utilizarse y quizás, hasta se incluyese una ilustración de la obra a realizarse. Los litigios no eran casos raros, pero al menos, una pieza exitosa ayudaba a que la reputación del artista se difundiera hasta el punto en que le era posible tener un mayor control sobre su obra.
¿Quiénes eran los mecenas del arte?
Durante el Renacimiento, la práctica habitual era que los artistas produjeran las obras sólo cuando un comprador específico se lo solicitaba; este sistema era conocido como mecenatismo. Dado que las habilidades requeridas eran poco comunes, que los materiales utilizados eran costosos y que producirlas tomaba mucho tiempo, la mayoría de las obras de arte eran caras. Por consiguiente, los clientes de un taller de artista solían ser los gobernantes de ciudades o de ducados, los pontífices, los hombres y las mujeres que eran miembros de la aristocracia, así como banqueros, comerciantes exitosos, notarios, altos miembros del clero, órdenes religiosas, autoridades civiles y organizaciones como cofradías y hospitales. Estos clientes no solo deseaban rodear la cotidianidad de sus propias vidas y la de sus edificios con cosas hermosas, sino también demostrarle a los demás su riqueza, buen gusto y devoción.
Los gobernantes de ciudades tales como los Médici en Florencia y los Gonzaga en Mantua querían representarse a sí mismos y a sus familias como exitosos; así que tenían un marcado interés en asociarse, por ejemplo, con héroes del pasado, reales o mitológicos. Por el contrario, los pontífices y la Iglesia deseaban que el arte, al proveer historias visuales que incluso los iletrados podían comprender, les ayudara a difundir el mensaje de la cristiandad. En la Italia del Renacimiento también fue importante que las mismas ciudades cultivaran un cierto carácter e imagen. Había una gran rivalidad entre las ciudades tales como Florencia, Venecia, Mantua y Siena; esperaban que toda obra de arte nueva realzara su estatus dentro de Italia y también en el extranjero. Las obras que se producían por encargo público podían incluir retratos de un gobernante de la ciudad (del pasado o del presente), estatuas de líderes militares o representaciones de figuras clásicas particularmente asociadas con esa ciudad (por ejemplo, el rey David en Florencia). Por las mismas razones, a menudo las ciudades trataban de robarse a los artistas de renombre que trabajaban en otros lugares para así traerlos a las suyas. Este mercado rotativo de artistas explica el motivo por el cual, particularmente en Italia con sus múltiples ciudades‑Estado, los artistas siempre querían firmar sus obras y por ende, contribuir a su floreciente reputación.
Desde el momento en que los gobernantes de ciudades habían encontrado un buen artista lo podían mantener en su corte indefinidamente para que produjera un gran número de obras. Un «pintor de la corte» era más que un pintor y podía estar vinculado en cualquier cosa remotamente artística, desde decorar un dormitorio hasta diseñar las libreas y banderas del ejército de su mecenas. Para los mejores artistas, el pago por su trabajo en una corte específica podía ir mucho más allá de la recepción de una simple cantidad de dinero en efectivo y podía incluir exenciones fiscales, residencias palaciegas, parcelas de bosque y títulos nobiliarios. ¡Afortunadamente para ellos!, porque en la mayoría de la correspondencia que ha sobrevivido, entre otras cosas, de artistas tales como Leonardo da Vinci (1452-1519) y Andrea Mantegna (c. 1431-1506), hay peticiones respetuosas, aunque repetidas, para que se efectuara el pago del salario que sus ilustres mecenas, que eran tacaños, les habían prometido.
Las piezas de arte de costo modesto, por decir, una estatua votiva o una placa, estaban dentro de los medios de los ciudadanos más humildes, pero esas compras habrían de ser hechas solamente para ocasiones especiales. Cuando la gente se casaba, se podía emplear a un artista para que decorase un baúl, algunas partes de una habitación o un mueble fino para su nueva casa. Para la gente común y corriente, las placas en relieve para agradecer los eventos favorables que habían sucedido en sus vidas eran también una compra regular. Tales placas eran uno de los pocos tipos de arte que se producían en grandes cantidades y estarían disponibles «sobre el mostrador». Otras opciones para adquirir piezas de arte más baratas incluían acudir a los tratantes de arte de segunda mano o a aquellos talleres que ofrecían artículos menores tales como grabados, banderines y barajas que estaban listos para la venta, pero que podían ser personalizados, por ejemplo añadiéndoles el escudo o el nombre de la familia.
Expectativas y contratos
Sin importar quién fuera el cliente del arte del Renacimiento, ellos podían ser muy particulares respecto a cómo debería quedar el objeto terminado. Esto ocurría ya que el arte no era producido meramente por razones estéticas, sino también para transmitir un mensaje, como fue mencionado antes. De nada servía que una orden religiosa pagara por hacer un fresco de su santo fundador, sólo para encontrar que la obra terminada mostraba una figura irreconocible. Dicho de forma sencilla, los artistas podían ser imaginativos, pero no alejarse mucho de la convención de que todos pudieran reconocer el significado y la representación de la obra. El renovado interés en la literatura clásica y en el arte, que eran una parte tan importante del Renacimiento, hacía hincapié en este requisito. Las personas pudientes tenían un lenguaje común de la historia en lo que se refiere a quién era quién, quién hizo qué, y cuáles eran los atributos que se le daban en arte. Por ejemplo, Jesucristo tiene el cabello largo; Diana lleva una lanza y un arco; y san Francisco debe tener algunos animales cerca. De hecho, una pintura repleta de referencias clásicas era sumamente deseable y como tal, creaba un tema de conversación para los invitados durante una cena, lo que permitía que las personas cultivadas mostraran su conocimiento profundo de la Antigüedad. La pintura conocida como La primavera de Sandro Botticelli (1445-1510), que le fue encargada por Lorenzo di Pierfrancesco de Médici, es un ejemplo excelente y sutil de este lenguaje común de simbolismo.
Como consecuencia de la expectativa de los mecenas, y para evitar decepciones, los contratos eran regularmente redactados formalmente entre el artista y el patrocinador. El diseño, sea de una estatua, de una pintura, de una pila bautismal o de una tumba, se habría acordado en detalle por adelantado. Hasta se habría hecho un modelo a pequeña escala o un dibujo del mismo, que luego formaría parte integral del contrato. A continuación se presenta un extracto de un contrato que fue firmado en Padua en 1466 junto con el cual se incluía un dibujo:
Por el presente se pone de manifiesto a todos los que lean este escrito que el señor Bernardo de Lazaro firmó un contrato con el maestro Pietro Calzetta, el pintor, para que pinte la capilla en la iglesia de san Antonio, la llamada capilla del Santísimo Sacramento. En esta capilla, primero debe pintar al fresco la bóveda con cuatro profetas o evangelistas sobre un fondo azul con estrellas de oro fino. Todas las hojas de mármol que están esculpidas en la capilla también deberán ser pintadas de oro fino y de azul, así como las figuras de mármol y las respectivas columnas abalaustradas que se encuentran allí…
Del mismo modo, el infrascrito maestro Pietro debe pintar en dicha capilla un retablo que tenga una historia similar al boceto diseñado sobre esta hoja de papel… Tiene que hacerlo de modo similar a esto y con más cosas de las que hay en el boceto…
Del mismo modo, el maestro Pietro se compromete a terminar todos los trabajos descritos anteriormente para la Pascua florida de marzo próximo. También está obligado y promete que toda la obra será bien hecha y adornada con esmero; y mantiene su palabra de que dicha obra será lo suficientemente buena y sólida como para que dure hasta 30 años; y en el caso de que haya cualquier defecto, el maestro Pietro se compromete a pagar el daño y los intereses de dicha labor…
(Moschini, 1826, Della origine e delle vicende della pittura in Padova, páginas 66-68/128)[1]
Los costos de un proyecto se determinaban en el contrato y como en el ejemplo precedente, se especificaba la fecha de finalización de la obra; incluso después de la firma, las negociaciones continuaban por largo tiempo para enmendar el contrato. El incumplimiento del plazo o fecha de entrega era quizás la razón más común de litigio entre patrocinadores y artistas. Algunas obras necesitaban de la utilización de materiales caros (por ejemplo, pan de oro, incrustaciones de plata o tintes particulares) y para evitar que el artista se excediera o se saliera del presupuesto, en el contrato se establecían los límites de las cantidades a utilizar. En el caso del trabajo en oro o de una escultura fina en mármol, el peso mínimo de la obra final podía ser especificado en el contrato. Para las pinturas, el precio del marco podía estar incluido en el contrato; este era un artículo que a menudo costaba más que la misma pintura. Hasta había una cláusula de escape en la que el patrocinador podía evadir el pago por completo si la pieza final no ganaba la aceptación de un grupo de expertos de arte independiente. Después de haber firmado el contrato, los partícipes, es decir el patrocinador, el artista y el notario público, se quedaban con una copia auténtica.
Seguimiento del proyecto
A partir del momento en que los términos y condiciones habían sido establecidos, el artista podía tener que enfrentar alguna interferencia por parte de su patrocinador durante el tiempo en que el proyecto en desarrollo se convertía en una realidad. Las autoridades cívicas podían ser las más exigentes entre los patrocinadores ya que los comités que eran formados por miembros electos o nombrados (opere) discutían los detalles del proyecto, quizás organizaban una competición para ver qué artista haría la obra, se firmaría el contrato y entonces, después de todo esto se establecería un grupo que supervisaría la obra durante su ejecución. Un problema en particular con las opere era que sus miembros cambiaban periódicamente (aunque no el jefe, el operaio) y así las comisiones, aunque no fueran canceladas, podían ser consideradas por diferentes oficiales como menos importantes o muy caras comparadas con la que había iniciado originalmente el proyecto. Los costos fueron un problema constante para Donatello (c. 1386-1466) con su Gattamelata, una estatua ecuestre en bronce del condottiere (condotiero), es decir, líder mercenario, Erasmo de Narni (1370-1443); y esto sucedió a pesar de que Narni había dejado una disposición en su testamento para que se realizara esta estatua.
De hecho, algunos mecenas eran muy particulares. En una carta de Isabel de Este (1474-1539), esposa de Juan Francisco II Gonzaga (1466-1519), el gobernante de Mantua en aquella época, dirigida a Pietro Perugino (c. 1450-1523), al pintor le quedaba muy poco margen de imaginación para su pintura titulada El combate entre el amor y la castidad. Isabel escribió:
Nuestra invención poética, que mucho nos complace sea pintada por usted, es un combate entre Castidad y Lascivia, es decir, Palas Atenea y Diana pelean valerosamente contra Venus y Cupido. Y Palas Atenea debería aparecer como si casi hubiera vencido a Cupido, al haberle roto su flecha dorada y arrojado su arco plateado a sus pies; con una mano ella lo tiene agarrado por la venda que el ciego lleva sobre sus ojos; y con la otra levanta su lanza y está a punto de herirlo…
La carta continúa de esta manera a lo largo de numerosos párrafos y termina así:
Le estoy enviando todos estos detalles en un pequeño dibujo para que con la descripción escrita y el dibujo pueda tomar en cuenta mis deseos sobre este asunto. Pero si le parece que hay muchas figuras para una sola pintura, dejo a su criterio que reduzca el número como le plazca, siempre y cuando no le quite nada al esquema principal, que consiste en estas cuatro figuras: Palas Atenea, Diana, Venus y Cupido. Si no hay inconveniente, me consideraré satisfecha. Tiene la libertad de reducir el número de figuras secundarias, pero no puede añadir nada más. Por favor, ¡proceda en conformidad con este arreglo!
(© Campbell, 2004, The Cabinet of Eros, páginas 172-173)[2]
El retrato pictórico debió ser un ámbito particularmente tentador para que el patrocinador interfiriera y cabe preguntarse lo que pensarían los clientes de aquellas innovaciones tales como las vistas de tres cuartos o la falta de símbolos de estatus convencionales como las joyas, que caracterizaban las pinturas de Leonardo da Vinci. Una de las manzanas de la discordia entre el papa y Miguel Ángel (1475-1564) mientras pintaba la bóveda de la Capilla Sixtina era que el artista rechazaba permitirle a su mecenas que viera la obra hasta que esta no estuviese terminada.
Para concluir, no era raro que los mecenas aparecieran en algún lugar de la obra que habían encargado, un ejemplo es Enrico Scrovegni, quien se encuentra arrodillado en la sección del fresco de Giotto que representa la última cena; esta obra se encuentra en la capilla Scrovegni, en Padua. En 1475, Botticelli (1445-1510) consiguió pintar a toda una familia, incluyendo hasta al Médici Viejo, en su Adoración a los magos. Asimismo, el artista podía representarse en la obra, ver por ejemplo el busto de Lorenzo Ghiberti (1378-1455) en los paneles de las puertas de bronce que hizo para el Baptisterio de la catedral de Florencia.
Reacción posterior al proyecto
A pesar de las restricciones contractuales, podemos imaginar que muchos artistas trataron de traspasar los límites de lo que ya se había acordado o simplemente trataron de experimentar con métodos nuevos un sujeto de tema agotado. Por supuesto que algunos mecenas hasta podían haber exhortado a tal independencia, especialmente cuando el trabajo estaba siendo hecho por artistas de fama. Sin embargo, incluso los artistas de renombre podían meterse en apuros. Por ejemplo, no era algo desconocido que un fresco no fuera apreciado y tuviera que ser retocado o vuelto a hacer desde el principio por otro artista. Aun Miguel Ángel tuvo que enfrentar esto después de haber terminado sus pinturas al fresco en la Capilla Sixtina. Algunos miembros del clero objetaron la cantidad de desnudos y propusieron reemplazarlos por completo. Se llegó a un compromiso y otro artista le pintó «braguetas» a las figuras ofensivas. Sin embargo, el hecho de que muchos artistas recibían encargos continuamente sugeriría que los mecenas solían estar más bien satisfechos con sus adquisiciones y que como hoy, había una cierta deferencia por su licencia artística.
Los artistas podían decepcionar a sus mecenas; una de las razones más comunes era que nunca terminaban la obra, sea porque se retiraban por un desacuerdo en el diseño o simplemente porque tenían muchos proyectos en curso de ejecución. Miguel Ángel huyó de Roma y de la saga interminable que fue el diseño y ejecución de la tumba del papa Julio II (pontífice entre 1503 y 1513); mientras que Leonardo da Vinci era conocido por no terminar sus encargos, simplemente porque su mente hiperactiva hacía que perdiera interés después de algún tiempo. En ciertos casos, el maestro podía dejar a propósito algunas partes incompletas para que fueran terminadas por sus asistentes; este era otro punto que un patrocinador juicioso podía precaver en el contrato original. En resumen, aunque los litigios por incumplimiento del contrato no eran un proceder inusual y tal como hoy se le hace un encargo a un artista, parece que el mecenas del Renacimiento podía estar encantado, sorprendido, perplejo o absolutamente indignado ante la obra de arte terminada por la que había pagado.