Los sindicatos obreros se formaron en Gran Bretaña durante la Revolución Industrial (1760-1840) para proteger a los trabajadores de correr riesgos innecesarios usando máquinas peligrosas, de condiciones de trabajo insalubres y de trabajar demasiadas horas. Al principio tanto los gobiernos como los empresarios rechazaron firmemente este movimiento, pero hacia 1850, los sindicatos ya se habían hecho lo suficientemente poderosos como para obtener mayor protección y mejores contratos para sus miembros.
El surgimiento de las máquinas
A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, la Revolución Industrial se extendió por toda Gran Bretaña. Las máquinas, especialmente las impulsadas a vapor, hicieron que muchas fábricas se mecanizaran por completo y produjeran en masa diferentes bienes como herramientas y textiles. Se crearon trabajos nuevos que habitualmente implicaban tareas repetitivas y gobernadas por el reloj. Hasta entonces, a los trabajadores se les pagaba por un trabajo concreto (a destajo) donde trabajaban a su propio ritmo. Las fábricas repletas de máquinas se volvieron lugares calurosos, ruidosos y a menudo también peligrosos. En las fábricas textiles, hombres, mujeres y niños trabajaban turnos de hasta 12 horas.
En 1830, uno de cada 80 britones trabajaba en una fábrica textil. La mayoría eran mujeres y niños, ambos, mano de obra más barata que los hombres (las mujeres alrededor del 50% más baratas, los niños el 80% más baratos que los hombres adultos) y con otras ventajas como tener dedos más hábiles y ser menos propensos a causar molestias a la dirección. “Un estudio británico llevado a cabo en 1818 descubrió que las mujeres representaban algo más de la mitad de los trabajadores del textil de algodón, y los niños otro tercio de ellos” (Horn, 57). En el año 1851 los niños se utilizaban en muchas otras industrias, “una comisión descubrió que un tercio de los niños menores de quince años trabajaban fuera de casa” (Horn, 57), sin contar la considerable cantidad de niños que trabajaban en la agricultura.
Malas condiciones de trabajo
Las máquinas de las fábricas tenían muchas piezas móviles, y estas causaban lesiones a los operarios. Las roturas eran peligrosas, ya que las piezas volaban por el suelo de la fábrica como balas, en especial los husos de las fábricas textiles. El ambiente en estos lugares se mantenía húmedo a propósito para asegurar que las hebras de algodón fueran fuertes y flexibles, lo cual causaba enfermedades pulmonares a los trabajadores debido a la humedad constante. Otro problema común era la pérdida de oído por trabajar en fábricas demasiado ruidosas. Tampoco era raro que se usaran materiales brutos peligrosos para la salud, sustancias altamente tóxicas como por ejemplo el arsénico, el plomo y el mercurio.
Incluso cuando el medio ambiente era medianamente seguro en las fábricas, el estrés y las deformidades físicas debidas a la cantidad de horas realizando siempre la misma tarea eran comunes. En resumidas cuentas, el poeta William Blake no exageraba cuando en 1808 describió las fábricas británicas como “oscuras fábricas satánicas” (Horn, 52). En 1831, un médico enviado concretamente para evaluar el bienestar físico de los trabajadores dijo:
Allí vi, o creí ver, una raza degenerada, seres humanos atrofiados, debilitados y depravados, hombres y mujeres que no debían envejecer, niños que nunca llegarían a ser adultos sanos. Era un espectáculo lúgubre. (Horn, 65)
Otro médico, esta vez en Leeds, cotejó la esperanza de vida de diferentes grupos sociales. Descubrió que la esperanza media de vida de los fabricantes y las clases altas era de 44 años, comparada con los 19 de los trabajadores.
Conforme crecía la obsesión de muchos propietarios de fábricas por el dinero y la eficiencia en el trabajo, también crecía la presión sobre los empleados por ir más rápido y no causar retrasos en la producción. Se aplicaban multas por diferentes causas: tener las manos sucias, llegar tarde más de cinco minutos, dejar una ventana abierta o tardar demasiado en un descanso para ir al baño. Si un gerente opinaba que alguien no había trabajado lo suficiente durante la semana podía retener parte de su sueldo. También había casos de castigos corporales, incluso en adultos. El deseo de aumentar los beneficios fue el motivo de la mayoría de los inventos durante la Revolución Industrial; en consecuencia, incluso cuando las máquinas no paraban, la investigación para alcanzar mayores beneficios seguía en marcha. Según destaca el historiador J. Horn, "implementar el ahorro en mano de obra era probablemente la función más importante de los gerentes y emprendedores" (56).
Si bien el trato de los jefes hacia sus trabajadores variaba, existía la sospecha general de que los empleados nunca trabajaban todo lo que debían ya que no tenían pensamientos a largo plazo más allá de sobrevivir semanalmente. Un emprendedor del sudoeste del país se lamentaba: “El pobre (trabajador) de los condados manufactureros nunca trabajará generalmente más allá de lo necesario para vivir y mantener sus vicios semanales” (Horn, 60). Muchos peleaban por hacer frente a una nueva forma de trabajar con largos turnos de tareas repetitivas, al menos según un propietario de una fábrica de medias quien comentó: “Encuentro por parte de los hombres el mayor desagrado por tener hábitos y horarios de trabajo regulados” (Horn, 60).
Parte del problema residía en que muchos propietarios de fábricas querían en particular que sus trabajadores fueran tan eficientes e incansables como las máquinas que operaban. Los objetivos de muchos empresarios eran que el personal hiciera turnos desde el alba hasta la puesta del sol y con vacaciones tan breves como fuera posible. Otro problema normalizado y conflictivo era la estrategia de recortar los salarios cada vez que las ventas eran flojas en lugar de conformarse con beneficios menores. Los trabajadores conocían bien estas actitudes predominantes, como expresaron los empleados de hilado de algodón de Charles Lacy de Nothingham en 1811: “Nos parecía que el tal Charles Lacy actuaba con los motivos más diabólicos principalmente para hacerse rico a costa de la miseria de sus semejantes” (Horn, 64).
La creación de los sindicatos
Las malas condiciones de muchos lugares de trabajo y el ambiente de sospecha por parte de los jefes respecto a que sus empleados podían siempre hacer más contribuyó a crear el movimiento de los sindicatos laborales a finales del siglo XVIII. Los sindicatos eran a menudo extensiones de los gremios de artesanos que existían desde la Edad Media, por lo cual al comienzo los sindicatos representaron a los trabajadores especializados como a mecánicos e impresores. Los sindicatos buscaban proteger los derechos de los trabajadores de los propietarios de fábricas sin escrúpulos. Una vez establecidos pudieron recaudar fondos de los miembros y ayudar a aquellos trabajadores que estuvieran enfermos o heridos y no pudieran trabajar (por consiguiente, no retribuidos). Los sindicatos también favorecieron el poder de negociar colectivamente, así los trabajadores podían mejorar sus salarios y contratar condiciones (si es que existía alguna). Un sindicato también podía amenazar a un empresario con una huelga, así sus miembros se negaban simplemente a trabajar (el sindicato entonces les pagaba temporalmente de sus cuotas de socios). Luego estaba la zona gris entre colaboración y resistencia; muchos trabajadores registraban su protesta sobre lo que opinaban eran prácticas laborales injustas trabajando más lentamente, una estrategia difícil de asumir por la gerencia.
Los sindicatos no se ocupaban de los niños trabajadores y estos tenían que enfrentarse solos a los desafíos de castigos corporales, multas, amenazas o despidos instantáneos que eran típicos del trabajo infantil de la época. Los sindicatos incluso a veces eran incapaces de proteger a sus miembros adultos. Algunos trabajadores renunciaban por completo y emigraban, sobre todo a Estados Unidos, con la esperanza de encontrar una vida laboral mejor.
Restricción y represión
A muchos propietarios de negocios no les gustaba la idea de que los trabajadores se unieran para limitar sus beneficios. “Los gerentes atacaban estas organizaciones fracturándolas siempre que les era posible y de la manera que fuera” (Horn, 62). Si un sindicato u organización de trabajadores no se podía disolver, entonces los jefes apuntaban directamente a las personas. Los que se unían a un sindicato eran a menudo prejuzgados y discriminados. La población británica en auge (de 6 millones en 1750 a 21 millones en 1851) significaba que había mucha gente esperando para ocupar el puesto de un trabajador que hubiera sido expulsado por ser demasiado beligerante o militante. En 1830 muchos patrones insistían en que los nuevos empleados firmaran un documento declarando que no eran miembros de ningún sindicato obrero.
Los propietarios de fábricas podían tomar incluso decisiones más drásticas que echar directamente a la gente de sus trabajos. Si se enfrentaban a un grupo de empleados exigentes, amenazaban (y a menudo lo hacían) con importar un grupo completo de trabajadores de otras zonas con alto desempleo como las Tierras Altas de Escocia o Irlanda. Más aún, a medida que la industrialización se arraigaba profundamente en la economía, el trabajador de una fábrica tenía pocas habilidades que le permitieran ser empleado en otro lugar que no fuera otra fábrica. En el pasado, un trabajador textil manual podía ahorrar y establecer su propio negocio, pero el abismo entre empleado y jefe era ya insalvable para la gran mayoría de trabajadores.
Los capitalistas tenían a la ley y a la economía de su lado, también a la sociedad ya que la época victoriana fue testigo de un apoyo público de las clases medias y altas por "mejorar" a las clases pobres mediante trabajo duro y vidas "más limpias". Los capitalistas también tenían de su lado a la mayoría de políticos (muchos eran ellos mismos políticos). El gobierno estaba presionado por propietarios de negocios, y así la ley The Combination Acts prohibió los sindicatos o cualquier asociación colectiva o actividad realizada por trabajadores entre 1799 y 1824. Cualquiera que fuera pillado rompiendo las reglas se enfrentaba a tres meses de cárcel. En 1823, la ley The Master and Servant Act consiguió con mucha eficacia que las huelgas fueran imposibles de llevar a cabo ya que no completar un contrato de trabajo se había convertido en ofensa criminal. Los enjuiciamientos rondaban los 10.000 cada año hasta 1870. La ley de 1825, Combination of Workmen Act, prohibía concretamente que los trabajadores actuaran en conjunto para pedir cambios tanto en la cantidad de horas laborales como en el salario. La soga de la ley se apretó firmemente alrededor del cuello del incipiente movimiento de los sindicatos obreros, pero algunos trabajadores insistieron, como los 4000 miembros de la Asociación de Mineros de los Ríos Tyne y Wear fundada en 1825.
Incluso cuando no estaba oficialmente prohibido unirse a un sindicato, conllevaba un gran riesgo hacerlo. En 1833-4, por ejemplo, un pequeño número de trabajadores de una granja de Dorset se unieron para intentar formar un sindicato, pero las autoridades los arrestaron con el dudoso cargo de haber hecho un juramento ilegal sobre la Biblia. Todos fueron declarados culpables y enviados a Australia. Por otro lado, el gobierno también trató de evitar que los trabajadores emigraran; a muchos de ellos especializados se les prohibió por ley abandonar Gran Bretaña hasta 1824. El frente colectivo de la ley, las empresas y el gobierno se puede apreciar en la decisión extraordinaria tomada en 1811 de convertir los destrozos de máquinas (por manifestantes como los luditas que habían perdido sus trabajos debido a la mecanización) en una ofensa que podría ser castigada incluso con la pena de muerte.
Los sucesivos gobiernos ignoraban continuamente las peticiones de un salario mínimo o de cualquier forma para ajustar los salarios a los precios de los comestibles con las habituales excusas de no querer intervenir en pactos económicos entre trabajador y empresario (economía laissez-faire), del riesgo de limitar el crecimiento capitalista y de la necesidad de que "todos" se ajustaran el cinturón para que la nación pudiera afrontar desafíos como las Guerras Napoleónicas (1803-15). No fue hasta 1871 en que se estableció la ley Trade Union Act y los trabajadores ya pudieron pertenecer legalmente a un sindicato obrero, pero estos sindicatos no podían "intimidar", un término poco definido que se aplicaba a cualquier cosa desde simplemente gritar en acciones pacíficas como organizar piquetes fuera de una fábrica.
Reformas laborales del gobierno
Finalmente, los gobiernos hicieron lo que los sindicatos llevaban tanto tiempo peleando por conseguir, a partir de 1830 la situación para los trabajadores de fábricas y minas, incluidos los niños, comenzó a mejorar lentamente. Se aprobaron varias leyes en el Parlamento a partir de 1833 para intentar, aunque no siempre con éxito, poner freno a la explotación de los empresarios hacia sus trabajadores y establecer normas mínimas. La industria del algodón fue la primera en recibir restricciones en las prácticas de explotación laboral, pronto las nuevas leyes se fueron aplicando a otros gremios. Se reguló la edad mínima en el trabajo infantil. La ley de 1833 Factory Act estipulaba que no se podía emplear legalmente a niños menores de 9 años; los niños de entre 9 y 13 años no podían trabajar más de 8 horas al día y los de edades comprendidas entre 14 y 18 años no más de 12 horas al día. La misma ley prohibía que los niños trabajaran de noche y obligaba a asistencia educativa un mínimo de dos horas al día. También se obligó a los propietarios de fábricas a instalar pantallas protectoras en la maquinaria más peligrosa.
A pesar de las nuevas regulaciones seguía habiendo abusos, entonces el gobierno asignó inspectores que se aseguraban de que se cumplieran las normas. Estos oficiales podían, por ejemplo, solicitar certificados demostrando la edad de los niños trabajadores. La ley Factory Act de 1844 limitó a 12 horas al día el trabajo de hombres, mujeres y jóvenes; las máquinas peligrosas tuvieron que ser instaladas en lugares apartados del resto y se impusieron regulaciones sanitarias que los empresarios tuvieron que cumplir. La ley Factory Act de 1847 limitó más las horas de trabajo diario a 10. La Comisión de Fábricas seguía disponiendo de pocos inspectores para las más de 4000 fábricas de Gran Bretaña, aunque todo iba moviéndose en la dirección adecuada y a lo largo del siglo XIX se fueron elaborando otras leyes en la misma dirección.
El movimiento de los sindicatos obreros fue haciéndose más fuerte y hacia 1850 cada vez más trabajadores calificados con mejores salarios, como ingenieros y carpinteros, podían permitirse contribuir lo suficiente a sus sindicatos (alrededor del 5% de su salario) para que empleados a tiempo completo pudieran dedicarse a defender sus intereses. Una crítica a estos sindicatos, aunque varios de ellos de la misma rama se unieran como La Sociedad de Ingenieros Unidos (formada en 1851), era que solo se preocupaban por mejorar sus propias condiciones y no las de una mano de obra más amplia. Varias veces se intentó una colaboración mayor entre diferentes tipos de trabajadores, pero sin mucho éxito. Había Consejos de Mercado compuestos de un representante de varios sindicatos, pero no se consiguió un verdadero poder para negociar para los trabajadores hasta 1868 cuando se formó una poderosa federación de diferentes sindicatos de trabajadores, el Congreso Sindical de Trabajadores.
Los sindicatos iban progresando conforme adoptaban un enfoque más amable para dialogar y negociar con los empresarios, una estrategia llamada el Nuevo Modelo de Sindicalismo. Sin embargo, seguía habiendo mucho trabajo por hacer para seguir aumentando la protección de los trabajadores de ser explotados. Uno de los más duros críticos del sistema capitalista, Karl Marx (1818-83), basó muchos de sus puntos de vista en lo que él mismo había presenciado en la industria británica del siglo XIX. La batalla entre el trabajo y el capital continuaría a lo largo del siglo XX y, en muchos sentidos, continúa hoy en día.