En medio del caos y la lucha que siguieron al asesinato de Julio César en el año 44 a.C. , Marco Antonio (83-30 a.C.), con el consejo de Cicerón, persuadió al Senado romano para que declarara una amnistía que perdonara a los "Libertadores" y aceptara la legitimidad de la dictadura de César. Siguió un funeral público, en el que Antonio pronunció su famosa oración fúnebre, un primer paso significativo en su afirmación de una autoridad política independiente en Roma.
El discurso de Antonio
El funeral de César tuvo lugar el 20 de marzo. Fue una gran ceremonia y ocasión para una oración fúnebre que, según la tradición, celebraba la herencia del difunto pero sobre todo relataba las ilustres hazañas del difunto y su valor para la república. Los discursos de este tipo solían ser pronunciados por el hijo de un hombre o un pariente cercano. Pero Octavio aún no estaba en Roma (estaba de camino desde Apolonia) y parece que Pedio y Pinario, al igual que Calpurnio Pisón, estaban dispuestos a ceder su lugar a Antonio, quien aprovechó el momento para sí. Este fue el discurso más importante de la carrera de Antonio y sigue siendo el más famoso. Sin embargo, el tratamiento que nuestras fuentes le dan es tan divergente que ninguna reconstrucción puede ser precisa en sus detalles. Cicerón lo describe como patético y profundamente conmovedor, no porque lo considerara un mal discurso, sino más bien porque lo consideró un discurso demasiado conmovedor en nombre de una causa equivocada.
Hoy en día se ha perdido lo que dijo exactamente Antonio. Es posible que pronunciara un estribillo de referencias a César como "un hombre extraordinario" y "un hombre ilustre". Eran expresiones corrientes en un discurso fúnebre, pero parece que se repitieron a menudo y pronto se convirtieron en consignas recicladas por cualquiera que reprochara a los Libertadores. El discurso de Antonio también exhibió varias características llamativas. Insertó documentos, ya fuera sirviéndose de un heraldo o leyéndolos él mismo. Se recitaron los decretos del Senado en honor a César, especialmente el texto del juramento que obligaba a todo senador a protegerlo. En cada recitación, Antonio intercalaba e introducía sus observaciones personales, contrastando lo que realmente ocurrió en los idus de marzo con las promesas hechas por los Libertadores y, de hecho, por todo el Senado. Dejó claro que los conspiradores no eran los únicos que deberían sentir vergüenza por la muerte de César. Antonio también puso en escena varias florituras teatrales (como mínimo mostró la toga manchada de sangre de César), todas ellas diseñadas para intensificar el dolor del público y remover y provocar su hostilidad contra los conspiradores. Su actuación fue sensacionalmente efectiva.
Reacción pública
Los Libertadores eran conscientes del daño que causaría probablemente a su oposición el funeral de Estado de César. En consecuencia, ese día tomaron precauciones y apostaron guardias privados para proteger sus casas. Fueron prudentes al hacerlo: la repugnancia pública suscitada por el discurso de Antonio fue nada menos que violenta. El cuerpo de César fue incinerado en el Foro y turbas enfurecidas se lanzaron contra las casas de los Libertadores. Sin embargo, Antonio no desató sin más una turba enojada y dejó su furia sin control. Lépido y él, para evitar algo parecido a los disturbios y la destrucción del 52 a.C., estacionaron soldados donde pudieran proteger los edificios de la ciudad. A la multitud se le permitió expresar su rabia, pero solo hasta cierto punto. Pronto se restableció el orden en el Foro Romano y se abandonaron los asaltos a las casas de los Libertadores. El pueblo, todavía conmovido, mantuvo una vigilia solemne junto a la pira de César hasta bien entrada la noche.
Antonio había dejado clara su opinión. Exhibió con fuerza su devoción a la memoria de César. Al mismo tiempo, al contener y, en última instancia, sofocar la violencia de la multitud, les mostró a todos, pero sin duda a los Libertadores, el alcance real de su autoridad personal. La oración fúnebre de Antonio no solo pretendía alabar a César sino, más importante aún, convertir en blanco de la indignación pública a los hombres que su amnistía había rescatado recientemente de la catástrofe. Las fricciones con Casio habían dejado clara la postura ingrata de los Libertadores. La perturbación y la violencia provocadas por el funeral de César ahora les hicieron comprender a todos lo profundamente impopulares que eran entre las masas. Los acontecimientos de ese día también dejaron en evidencia cuán dependientes seguían siendo del orden cívico, algo que estaba más allá de su control y que sólo podían sostener Antonio y sus aliados. Si los Libertadores y sus amigos, o incluso los rivales de Antonio dentro del antiguo círculo cesariano, creyeron que su habilidad política el 17 de marzo se debía a debilidad o desconfianza, en aquel momento se desengañaron rapidamente del malentendido.
Antonio amenaza a los Libertadores
Antonio no esperó mucho para dejarles clara a los Libertadores la verdadera naturaleza de su vulnerabilidad. Esto es algo que podemos detectar en una carta dirigida a Bruto y Casio por Décimo Bruto. Décimo les dice que recientemente ha recibido la visita de Hircio, quien dejó en claro que Antonio ahora no estaba seguro de poder permitir que Décimo asumiera su provincia. Décimo denuncia esta incertidumbre como una mala fe traicionera y espera que Casio y Bruto sientan lo mismo. Hircio, según continúa diciendo, le explicó que Antonio, preocupado por la agitación del público, estaba preocupado por la seguridad de los Libertadores. Esta ansiedad, presumiblemente, constituyó la razón aparente de que Antonio reconsiderara el cargo de gobernador de Décimo.
La consternación de Décimo es comprensible. Los términos de la amnistía garantizaban la ejecución del acta de César, y el 18 de marzo el Senado confirmó que ratificaría los nombramientos provinciales de César. Probablemente Antonio no estaba sugiriendo que no ejecutaría el decreto del Senado. Pero cualquier Libertador que, como Décimo, fuera un privatus, un ciudadano privado que no ocupara una magistratura o promagistratura, necesitaba, además de la sanción formal del Senado, una legislación habilitante adicional, una lex curiata de imperio, antes de poder asumir su mando como un gobernador provincial. En realidad, no había nada que les impidiera a Antonio o Dolabela proporcionarle a Décimo la lex requerida, pero Antonio, al parecer, al exagerar y explotar la atmósfera cambiada de Roma después del funeral de César y subrayar la hostilidad del público contra Décimo y hombres como él, ahora expresaba dudas sobre si lograría reunir una Asamblea Curiata ¿Lo permitiría la plebe urbana?
Tras las expresiones de preocupación de Antonio se escondía una amenaza inconfundible, razón por la cual su conversación con Hircio asustó a Décimo. En su carta, Décimo les dice a sus compañeros Libertadores que teme que sea sólo cuestión de tiempo antes de que sean declarados enemigos públicos o condenados al exilio. Aunque está abierto a sugerencias (Décimo informa a Casio y Bruto que Hircio lo instó a conocer sus puntos de vista), su carta recomienda huir a Rodas o a cualquier lugar fuera del alcance de Antonio. Mientras tanto, sin embargo, ha solicitado una escolta pública para él y para todos los Libertadores. No obstante, muy poco después de esta comunicación la crisis de Décimo se resolvió: a principios de abril pudo abandonar Roma para hacerse cargo de su provincia. Pero durante este intervalo los Libertadores se vieron obligados a reaccionar tanto ante la postura de Antonio de falsa preocupación por su impopularidad como ante el miedo que infundió en Décimo y otros. En ese momento también se vieron obligados, como parte más débil, a negociar con Antonio mediante todas las expresiones de cortesía aristocrática e incluso deferencia. Lo cual, para Antonio, fue el motivo de su vacilación sobre la provincia de Décimo. No era su propósito quebrantar lo que decía la amnistía, pero para él era importante darles a todos una lección práctica sobre la realidad de su influencia y su determinación a utilizarla.