En las Trece Colonias, se disuadía a las mujeres de interesarse por la política y se esperaba que se centraran únicamente en asuntos tradicionalmente «femeninos», como las tareas domésticas y la crianza de los hijos. Sin embargo, estos roles de género se vieron cuestionados durante la Revolución estadounidense (1765-1789), cuando las mujeres desempeñaron un papel crucial en el proceso independentista de Estados Unidos.
Las mujeres coloniales descubrieron su voz política desde las primeras señales de tensión entre las Trece Colonias y Gran Bretaña: fueron la fuerza detrás de los boicots a las importaciones británicas, rechazaron el té británico en favor de sustitutos locales a base de hierbas y organizaron hilanderías para reducir la dependencia de las telas británicas. Escritoras como Mercy Otis Warren y Phillis Wheatley ayudaron a cambiar la opinión pública contra el dominio británico, mientras que cientos de mujeres acompañaron al Ejército Continental para realizar tareas esenciales como lavar, cuidar a los soldados y cocinar. Algunas mujeres llegaron incluso a tomar las armas y luchar contra los británicos, como Margaret Corbin, Mary Ludwig Hays y Deborah Sampson. Aunque después de la guerra las mujeres no fueron consideradas políticamente iguales a los hombres, su participación demostró ser un primer paso vital en la larga lucha por los derechos de la mujer en Estados Unidos.
El papel de la mujer en las Trece Colonias
En octubre de 1608, el «segundo suministro» de colonos ingleses llegó a la colonia de Jamestown, en Virginia, para complementar la población de colonos originales. Entre los recién llegados estaba Thomas Forrest, un financiero, acompañado por su esposa, una mujer que en el manifiesto del barco solo figuraba como «Señora Forrest», y su criada, Anne Burras. La señora Forrest y Anne Burras fueron las dos primeras mujeres inglesas en establecerse en Jamestown; Burras se casaría ese mismo año y se convertiría en la primera mujer inglesa en dar a luz en Virginia. Las mujeres inglesas siguieron llegando esporádicamente a Jamestown a lo largo de la década siguiente, hasta que en 1619 la Compañía de Virginia decidió enviar grandes grupos de mujeres para fomentar una población autosuficiente. En 1620, 90 mujeres solteras, muchas de ellas de familias pobres, llegaron a Virginia como las primeras de las llamadas novias de Jamestown o «novias de tabaco». Fueron casadas con los colonos varones de Jamestown, cada uno de los cuales pagó a la Compañía de Virginia una dote de 120-150 libras de tabaco. En los años siguientes siguieron llegando nuevos grupos de novias a Jamestown.
Ante esta creciente población femenina, los colonos de Jamestown implantaron una jerarquía de género similar a la que existía en Inglaterra. Dicha jerarquía giraba en torno a la doctrina del coverture, que estipulaba que, una vez casada, la mujer quedaba bajo la completa autoridad de su marido y dejaba de gozar de un estatus legal independiente. Una mujer casada, o feme covert, se consideraba legalmente unida a su marido; ya no podía poseer propiedades ni firmar contratos, y todo el dinero que ganaba pertenecía a su marido. Una vez casada, la mujer solía limitarse al papel de ama de casa, dedicando sus horas a la limpieza, la cocina, la plancha, la costura y la jardinería. El divorcio era difícil de obtener y a menudo solo se permitía si una condición preexistente invalidaba el matrimonio inicial. Como resultado, muchas mujeres coloniales sentían ansiedad ante el matrimonio, y una de ellas se refirió al matrimonio como un «salto oscuro» de la familiaridad de la casa de sus padres a un futuro desconocido controlado por un hombre cuya personalidad podía haber juzgado mal (Norton, 42). Aun así, la vida matrimonial era más deseable que permanecer soltera (o como una feme sole) durante demasiado tiempo, ya que las solteronas solían situarse en lo más bajo de la jerarquía social.
Por supuesto, el estatus de la mujer colonial variaba de una colonia a otra y dependía en gran medida de la clase social. Las mujeres ricas, por ejemplo, solían estar mejor educadas que las de clase baja, al igual que las mujeres de la Nueva Inglaterra puritana, a las que a menudo se enseñaba a leer para estudiar la Biblia. Pero, en general, se esperaba que las mujeres se mantuvieran dentro de la «esfera femenina» y que mostraran únicamente rasgos femeninos como la modestia, la alegría, la paciencia y la castidad. Se las disuadía de manifestar interés por temas considerados masculinos, en particular la política; los intentos de las mujeres coloniales de involucrarse en política eran castigados, como en el caso de Anne Hutchinson, desterrada de Massachusetts en 1637 tras desafiar la autoridad de los líderes religiosos masculinos. Según la historiadora Mary Beth Norton, fue la llegada de la Revolución la que dio por primera vez voz política a las mujeres coloniales y dio comienzo a la lenta progresión de los derechos de la mujer en Estados Unidos.
Participación política de las mujeres
En la década de 1760, las tensiones entre las Trece Colonias y Gran Bretaña empezaron a aumentar cuando el Parlamento aprobó una serie de políticas fiscales que muchos colonos condenaron por inconstitucionales. Después de que las protestas contra la Ley del Sello (1765) y las leyes Townshend (1767-68) se convirtieran en disturbios, el Parlamento envió soldados a ciudades coloniales como Boston para restaurar la autoridad real, lo que no hizo sino agravar aún más el conflicto. A pesar de la noción de la política como una actividad «poco femenina», las cartas y los diarios de la época demuestran que las mujeres coloniales estaban tan implicadas en estos acontecimientos políticos como los hombres; después de todo, las mujeres se veían tan afectadas por los impuestos parlamentarios como los hombres y estaban igual de indignadas por la ocupación de Boston por los soldados británicos. Muchas mujeres patriotas abandonaron las normas convencionales de género para protestar contra estas políticas. Marcharon junto a los hombres en las manifestaciones, acosaron a los lealistas y a los funcionarios de Hacienda, y confiscaron bienes a los comerciantes que se creía que eran acaparadores.
Las mujeres coloniales también impulsaron el boicot a los productos británicos. En respuesta a la Ley del Té de 1773, muchas mujeres dejaron de comprar té importado por la Compañía Británica de las Indias Orientales y se negaron a servírselo a sus maridos. En su lugar, empezaron a recurrir a las infusiones locales y al café. Mujeres de todo Boston juraron públicamente abstenerse de beber té británico para «salvar a este maltratado país de la ruina y la esclavitud» (Schiff, 178). El 25 de octubre de 1774, un grupo de 51 mujeres se reunió en casa de Elizabeth King en Edenton, Carolina del Norte, para firmar un acuerdo de boicot a todas las importaciones británicas por el «bien público» (Norton, 161). Este acontecimiento, conocido como la Fiesta del Té de Edenton, fue una de las primeras acciones políticas organizadas llevadas a cabo por mujeres en la historia de Estados Unidos.
Otra forma en que las mujeres apoyaron el boicot a los productos británicos fue organizando hilanderías: como la mayor parte de la ropa se confeccionaba con telas importadas de Gran Bretaña, las mujeres patriotas decidieron reducir la dependencia de Gran Bretaña hilando ellas mismas. Las hilanderías comenzaban temprano por la mañana, con un grupo de 20 a 40 mujeres reunidas en casa de su pastor local (algunos grupos llegaban a ser de 100) y pasaban el día hilando mientras discutían de política o competían amistosamente entre ellas. Luego, al anochecer, se dispersaban tras un sermón por parte del pastor.
Muchas de estas hilanderías fueron organizadas por las Hijas de la Libertad, un grupo de mujeres políticamente activas que había sido fundado en Boston en 1766. Además de popularizar los boicots, las Hijas de la Libertad también participaron en protestas políticas: una de las fundadoras del grupo, Sarah Bradlee Fulton, tuvo la idea de disfrazar a los Hijos de la Libertad como indígenas mohawk durante el Motín del té de Boston para ocultar su identidad a los oficiales británicos. Tras arrojar las 342 cajas de té al puerto de Boston, Fulton escondió a algunos de los responsables en su casa y les quitó la pintura de la cara. Por ello se la conoce como la «Madre del motín del té de Boston».
Mientras Fulton estaba en las primeras filas de la protesta patriótica, otras mujeres avivaban las llamas revolucionarias con pluma y papel. Mercy Otis Warren, por ejemplo, fue una dramaturga de Nueva Inglaterra que escribió numerosas sátiras arremetiendo contra los lealistas y animando a los patriotas. Otro ejemplo fue Phillis Wheatley, una mujer africana esclavizada en Boston, que escribió múltiples poemas celebrando la Revolución, así como a sus líderes. Las obras de Warren y Wheatley fueron inmensamente populares y ayudaron a cambiar la opinión pública a favor de los patriotas.
A pesar de la rigidez habitual de los roles de género en la época colonial, los líderes revolucionarios alentaron la participación femenina, ya que el asunto se consideraba demasiado importante como para no contar con las mujeres. Samuel Adams llegó a afirmar: «Con las damas de nuestro lado, podemos hacer temblar a todos los lealistas» (battlefields.org).
Las mujeres y la guerra
Mientras la guerra con Gran Bretaña se vislumbraba en el horizonte, las mujeres patriotas ayudaron a prepararse para el combate. En septiembre de 1774, las mujeres de Massachusetts trabajaron para fabricar alimentos y reunir suministros para los hombres de las milicias; un observador recordaba haber visto a «mujeres y niños fabricando cartuchos (...) mientras lloraban y se lamentaban y, al mismo tiempo, animaban a sus maridos e hijos a luchar por sus libertades, aunque no sabían si volverían a verlos» (citado en Norton, 167). Muchas mujeres estaban tan deseosas de guerra como los hombres: la baronesa de Riedesel, esposa de un general hessiano, registró en su diario que oyó exclamar a una muchacha: «Oh, si tuviera aquí al rey de Inglaterra, con qué satisfacción podría cortar su cuerpo en pedazos, arrancarle el corazón, abrirlo, ponerlo sobre estas brasas y comerlo» (Middlekauff, 551). La violencia y el descarado carácter político de la declaración de la muchacha escandalizaron a la baronesa alemana.
Cuando finalmente llegó la guerra en abril de 1775, muchas mujeres se lanzaron a acompañar al Ejército Continental. La mayoría de los ejércitos del siglo XVIII viajaban con mujeres, conocidas como «seguidoras de campamento», que realizaban tareas esenciales como lavanderas, costureras, enfermeras y cocineras. Estas seguidoras tenían que soportar las condiciones de vida en el campamento del ejército, que a menudo eran miserables, y tenían que soportar el desprecio de los oficiales estadounidenses, muchos de los cuales las consideraban poco más que una molestia. Pero había varias razones por las que las mujeres podían elegir convertirse en seguidoras de campamento, a pesar de estas penurias: algunas lo hacían por patriotismo o por amor a sus maridos e hijos, de los que no querían separarse; mientras que otras eran incapaces de mantenerse a sí mismas y optaban por acompañar al ejército antes que arriesgarse a pasar hambre y pobreza. Algunas mujeres, como Martha Washington, no permanecieron con el ejército todo el tiempo, sino que lo visitaron periódicamente para apoyar a sus maridos durante los campamentos de invierno.
Aunque las mujeres eran consideradas no combatientes, varias patriotas acabaron empuñando las armas contra los británicos. Margaret Corbin, por ejemplo, acompañó al Ejército Continental como esposa de un artillero, John Corbin. Cuando John murió en la batalla de Fort Washington (16 de noviembre de 1776), Margaret ocupó su lugar y siguió disparando hasta que quedó incapacitada por varias heridas. Sobrevivió a la batalla y se convertiría en la primera mujer en recibir una pensión militar estadounidense. Dos años más tarde, Mary Ludwig Hays prestaba servicio como aguatera durante la abrasadora batalla de Monmouth (28 de junio de 1778), corriendo de un lado a otro para repartir agua a los soldados deshidratados. Cuando su marido, también artillero, se desmayó por agotamiento debido al calor, Hays no dudó en ocupar su lugar, disparando su cañón durante el resto de la batalla. Se cree que el personaje folclórico de «Molly Pitcher» es una mezcla de Corbin y Hays.
Otra mujer que luchó en la guerra fue Deborah Sampson, que se disfrazó de hombre y se alistó en el Ejército Continental en 1782 bajo el alias de Robert Shurtleff. Sampson fue herida en el muslo durante una escaramuza con los lealistas en el condado de Westchester, Nueva York; temerosa de que los cirujanos del ejército descubrieran su identidad, se escabulló del hospital de campaña y se extrajo la bala ella misma, utilizando una navaja y una aguja de coser. Sin embargo, al verano siguiente enfermó de fiebre y un médico descubrió su sexo mientras la trataba. Sampson fue licenciada con honores y se casó con un granjero. En 1805, el Congreso le concedió una pensión mensual por sus servicios.
No todas las mujeres patriotas que contribuyeron al esfuerzo bélico formaban parte del Ejército Continental: Sybil Ludington, por ejemplo, era una chica de 16 años de Nueva York que, el 26 de abril de 1777, descubrió que los británicos estaban haciendo una incursión en Danbury, Connecticut, donde se almacenaba un arsenal de armas. Ludington se subió a su caballo y, a pesar de una fuerte tormenta, recorrió 64 km por los condados neoyorquinos de Putnam y Dutchess para alertar a la milicia. Gracias a sus esfuerzos, la milicia patriota pudo hacer retroceder a los británicos al día siguiente en la batalla de Ridgefield. Aunque algunos elementos de la historia de Ludington han sido cuestionados por los historiadores, el folclore estadounidense la considera una Paul Revere femenina.
Mujeres tras las filas
Aunque varias mujeres apoyaron la guerra como seguidoras en los campamentos, la gran mayoría permaneció lejos del campo de batalla, como civiles. Sin embargo, muchas mujeres civiles apoyaron el esfuerzo bélico de todas las formas posibles: en 1780, Esther de Berdt Reed, esposa del gobernador de Filadelfia, organizó una colecta de fondos dirigida por mujeres que recaudó más de 300.000 dólares para el Ejército Continental. Además, las hilanderas siguieron trabajando durante la guerra, y se dedicaron a confeccionar camisas y uniformes para los soldados. Sin sus maridos, las mujeres patriotas de varias ciudades se dedicaron a hacer cumplir la ley, denunciando y castigando a quienes habían violado los acuerdos de boicot. Muchas mujeres civiles también se ocupaban de administrar las propiedades de sus maridos y de gestionar sus asuntos mientras los hombres estaban en la guerra, lo que concedió a las mujeres de clase media y alta un tipo de libertad con la que, antes de la revolución, solo podían soñar. Sus maridos solían estar demasiado preocupados por su trabajo militar o político como para dictar órdenes a sus esposas, dejando a las mujeres mucha autonomía en lo que respecta a sus hogares y a las finanzas familiares.
Pero, por supuesto, las mujeres civiles no se libraron de la destrucción de la guerra. Las que poseían casas en ciudades ocupadas por el ejército británico (como Nueva York y Filadelfia) se vieron obligadas a proporcionar alojamiento a oficiales británicos y hessianos. Mientras que algunos oficiales eran educados con sus benefactores estadounidenses, otros eran problemáticos y alborotadores; en varias ocasiones, soldados británicos y hessianos entraban en las casas sin invitación y se llevaban todo lo que querían (por supuesto, este comportamiento no se limitó a los soldados británicos y sus aliados). Como en muchos conflictos, la agresión sexual se utilizó como una horrible arma de guerra. Tras su incapacidad para atrapar al ejército de Washington en la Campaña de Nueva York y Nueva Jersey, algunos soldados británicos descargaron sus frustraciones agrediendo sexualmente a mujeres locales en la ciudad de Nueva York ocupada por los británicos. Francis Rawdon, un joven oficial británico, expresó la frecuencia de estas agresiones en una carta, en la que escribía que «una chica no puede acercarse a los arbustos para arrancar una rosa sin correr el riesgo más inminente de ser violada... y, en consecuencia, todos los días tenemos consejos de guerra de lo más entretenidos» (McCullough, 142).
A pesar de la desagradable actitud de Rawdon, los consejos de guerra británicos se tomaron más en serio los actos de violencia sexual e impusieron severos castigos a los soldados condenados.
Las mujeres civiles también corrían el riesgo de convertirse en daños colaterales si no evacuaban sus hogares durante una batalla. Mientras la Batalla de Connecticut Farms (7 de junio de 1780) hacía estragos en el exterior, Hannah Caldwell, esposa del reverendo del pueblo, se refugió en su casa con sus hijos. Una bala perdida se estrelló contra la ventana, matando a Caldwell delante de su hija. Las mujeres civiles, por tanto, se vieron tan afectadas por la guerra como las seguidoras de campamento.
Conclusión
El 31 de marzo de 1776, Abigail Smith Adams escribió una carta a su marido, John Adams, que participaba como delegado en el Segundo Congreso Continental en Filadelfia:
Deseo que te acuerdes de las mujeres y seas más generoso y favorable con ellas que tus antepasados. No pongas un poder tan ilimitado en manos de los maridos. Recuerda que todos los hombres serían tiranos si pudieran. Si no se presta especial cuidado y atención a las mujeres, estamos decididas a fomentar una rebelión y no nos someteremos a ninguna ley en la que no tengamos voz ni representación (Adams Family Papers).
Estas palabras de una futura Primera Dama muestran hasta qué punto se había desarrollado la voz política de las mujeres estadounidenses durante los tumultuosos años de la revolución. Tras haber sido excluidas en gran medida de la participación política desde la fundación de Jamestown, las mujeres se encontraron de repente al frente de un movimiento revolucionario. Al igual que los hombres, las mujeres lucharon, sangraron y murieron por la causa de la libertad estadounidense. En los Estados Unidos de la posguerra, las mujeres gozaron de algunas libertades más que antes; por ejemplo, la necesidad de criar ciudadanos virtuosos de una república hizo que las mujeres tuvieran más probabilidades de recibir algún grado de educación para poder instruir a la siguiente generación de estadounidenses. En Nueva Jersey también se concedió temporalmente a las mujeres el derecho al voto, gracias a la imprecisa redacción de la constitución estatal; sin embargo, una ley aprobada en 1807 puso fin al derecho de voto de las mujeres en ese estado, y pasarían muchas décadas antes de que las mujeres recuperaran el sufragio en Estados Unidos.
Aunque las súplicas de Abigail Adams de «acordarse de las mujeres» no fueron escuchadas, la Revolución estadounidense fue un primer paso importante en el movimiento por los derechos de la mujer en Estados Unidos. Dio a las mujeres estadounidenses una voz política, aunque limitada y temporal, y encendió la chispa que influiría en la lucha por los derechos de la mujer en los siglos siguientes.