Para los antiguos romanos, todo estaba imbuido de un espíritu divino (numen, en plural numina) que lo dotaba de vida. Hasta los objetos supuestamente inanimados como las rocas o los árboles tenían un numen, una creencia que sin duda se desarrolló a partir de la práctica religiosa temprana del animismo. Había espíritus de un lugar, de ríos y manantiales, de colinas y valles, del hogar y ciertos aspectos del mismo, así como los que velaban por, o amenazaban, a los que vivían en esos sitios.
Los espíritus de la tierra, conocidos como fuerzas ctónicas o telúricas, nunca habían habitado una forma humana, como tampoco lo habían hecho muchos otros, pero también estaban los espíritus de los muertos (los antepasados, los recién fallecidos y los difuntos en general), que podían influir en la vida cotidiana. Estos espíritus, al igual que los del mundo natural, vigilaban la vida cotidiana de los romanos, los guiaban y los protegían, a menos que a alguien se le olvidara honrarlos adecuadamente o agradecerles sus presentes.
Vida espiritual del Estado y el hogar
En la antigua Roma, la religión estaba patrocinada por el Estado. Se creía que los dioses tenían un interés personal en el bienestar del Estado Romano por lo que las creencias y prácticas religiosas no eran una simple sugerencia, sino un mandato. Se esperaba que la gente participara en los rituales y festivales patrocinados por el Estado, pero que también apaciguara y honrara a los espíritus en su propio hogar. Parece ser que, teniendo en cuenta la cantidad de rituales y actividades diarias para honrar y apaciguar a diversos espíritus, no había necesidad de tal mandato porque la gente ya tenía suficientes incentivos.
Aunque había festivales regulares en honor a los dioses estatales, tales como Júpiter y Juno, Marte o Saturno, las vidas privadas de los romanos tenían una influencia aún mayor de los espíritus de la tierra, el hogar y los difuntos. Estos festivales estatales y los honores debidos a los dioses recaían en manos de los pontifices (sacerdotes), el pontifex maximus (sumo sacerdote), el rex sacrorum (rey de lo sagrado), los augures (adivinos) y los sacerdotes menores de las deidades individuales conocidos como flamines.
En la opinión individual romana, estas autoridades tenían la responsabilidad de honrar a los dioses, mientras que cada casa, o más específicamente, el cabeza de cada familia, tenía la responsabilidad de honrar a sus propios espíritus. Por lo tanto, parece ser que la gente pensaba que era mucho mejor olvidarse de hacer un sacrificio en el templo de Júpiter durante un festival que comer una comida o salir de casa por la mañana sin darles las gracias a los espíritus que guiaban a la familia, la protegían y la mantenían.
Eso no quiere decir que olvidarse de Júpiter no tuviera consecuencias, pero los espíritus que caminaban con cada persona a diario y cuidaban del hogar tenían precedencia en los rituales cotidianos porque no tardarían en hacerle saber a la persona que estaban descontentos, mientras que Júpiter puede que esperara a castigar al Estado a una escala mayor. La religión romana se basaba en el concepto de quid pro quo, y entendían que, mientras los espíritus de la casa recibieran el respeto adecuado, los habitantes del hogar estarían sanos y prosperarían. Esto también era así con los dioses en conjunto, pero, cuanto más se acercaba el dios o espíritu a la vida cotidiana de cada uno, más atención había que prestar a estas fuerzas divinas. El estudioso Antony Kamm comenta:
Para los romanos, la fe religiosa no era tanto una experiencia espiritual como una relación contractual entre la humanidad y las fuerzas que creían que controlaban su existencia y su bienestar. El resultado era básicamente doble: un culto estatal cuya influencia importante en acontecimientos políticos y militares duró más que la república, y un asunto privado, en el que el cabeza de familia supervisaba los rituales domésticos y las oraciones de la misma manera que los representantes electos realizaban las ceremonias públicas. (Nardo, 58)
La creencia era que todas las casas funcionaban según lo bien, o mal, que los habitantes trataran a los espíritus. Una casa en la que se celebraban los rituales y se honraba a los espíritus prosperaría, y de la misma manera un cabeza de familia próspero podía señalar esta prosperidad como prueba de su devoción y su piedad; por el otro lado, aquellas que descuidaban a sus espíritus sufriría en consecuencia.
Había muchos espíritus diferentes en las creencias romanas, pero los que afectaban a la familia y la vida cotidiana de manera más directa eran:
- Panes y penates
- Lares
- Parentes
- Manes
- Lemures
- Genius
- Genius Loci
- Umbras o sombras
Además, también estaban el dios Jano, dios de los principios, pero también de las puertas y los umbrales, y Vesta, diosa del hogar, que requerían una atención especial del dueño de la casa. Jano también tenía deidades ayudantes para vigilar las puertas de una casa: Cardea (diosa de los goznes), Fórculo (dios de la propia puerta, especialmente las puertas dobles), y Limen (dios de los marcos de las puertas). Además, los límites de la propiedad estaban protegidos por otro dios, Término, que habitaba el mojón limítrofe que diferenciaba una propiedad de la del vecino.
Había que honrar y placar a todas estas fuerzas sobrenaturales, aunque Jano y Vesta tenían festivales estatales y no hay que olvidar que Vesta tenía a sus vírgenes vestales que mantenían su llama encendida en el templo eternamente. Los únicos seres sobre los que era imposible influir eran los destinos, conocidos en Roma como parcas. Al igual que en Grecia, había tres parcas, Nona (nacimiento a los nueve meses), Decima (nacimiento a los diez meses), y Morta (nacimiento de un bebé muerto). El nacimiento a los nueve meses se consideraba prematuro y el bebé podía morir, mientras que el nacimiento a los diez meses se consideraba sano y normal. Las parcas evolucionaron a partir de diosas ave que decidían el destino de cada uno al nacer, y no había nada que hacer al respecto. No obstante, había un sinfín de entidades sobrenaturales sobre las que sí se podía influir directamente y de las que dependía la prosperidad de cada uno.
Los espíritus
Los panes y los penates eran los espíritus de la despensa y de la cocina. Eran ellos los que mantenían la comida en la casa y proporcionaban un ambiente agradable en el que vivir. Protegían la comida de la podredumbre, pero también proporcionaban la manera en que la familia conseguía la comida. En consecuencia, las estatuillas de los panes y penates se sacaban de su armario, que normalmente estaba en la cocina, y se ponían en la mesa durante las comidas. Las familias les daban las gracias antes de comer y una porción de la comida se separaba en su honor y después se quemaba en el fuego del hogar a modo de ofrenda ritual para ellos. También se les ofrendaban regularmente los primeros frutos de la cosecha y se les daba las gracias en cada acontecimiento importante para la familia, tales como un nacimiento, un cumpleaños, una promoción o el matrimonio de los hijos. En torno al 14 de octubre se celebraba todos los años un festival público de gracias comunal en el que también se hacían ofrendas.
Los lares fueron adoptando características diferentes a lo largo de la historia de Roma y en diferentes épocas se consideraron espíritus guardianes y los espíritus de los ancestros de cada casa. Parece que en un principio fueron los hijos de la cotilla ninfa Lara (o Larunda) que traicionó a otra ninfa, Juturna, y le contó a Juno que había tenido una aventura con Júpiter. Júpiter le cortó la lengua para que no contara más secretos e hizo que Mercurio se la llevara al inframundo. Sin embargo, por el camino, Mercurio se enamoró de ella y de su unión nacieron los lares, que se convirtieron en espíritus guardianes de la familia y el hogar.
Alternativamente, los lares eran los espíritus de los difuntos de la familia (no los muertos en general), que había que reconocer y honrar a diario. En la casa había un armario-santuario (el lararium), generalmente en el atrio, que albergaba sus estatuillas y era desde donde trabajaban para asegurarse de que la familia prosperaba. En ese sentido, estaban estrechamente asociados con los panes/penates y los rituales de los tres se solían combinar. Estos espíritus se conocían como Lares Familiares (espíritus de la familia) o Lares Domestici (espíritus del hogar), pero también se reconocían en la protección de la comunidad (los Lares Compitales) y a estos se los honraba en las fiestas compitales el 22 de diciembre. A lo largo del año se dedicaban oraciones y ofrendas diarias a los lares, pero en fechas señaladas, tales como cumpleaños, bodas, aniversarios o la partida o regreso de un viaje, se realizaban rituales elaborados. Cuando una familia se mudaba permanentemente de una casa a otra, los lares, panes y penates se iban con ella.
Los parentes estaban relacionados con los lares en tanto que espíritus de los ancestros, pero también eran los espíritus de la familia inmediata (como un padre o una madre) que había fallecido y los espíritus de la familia que seguía viva. Si un romano se disponía a viajar por ejemplo a Atenas, se llevaría las estatuillas de su mujer y sus hijos, junto con fuego del hogar, para que pudieran ir con él allá adonde fuera. En la popular película Gladiador (2000), las estatuillas a las que les reza Máximo de su mujer y su hijo serían parentes, y el "padre bendito" y la "madre bendita" que invoca en sus plegarias habrían sido sus propios padres, no una deidad como Júpiter o Juno. A los parentes se los honraba en la fiesta de parentales, un festival de nueve días que empezaba el 13 de febrero en honor a los lares y penates y terminaba con la fiesta de ferales el 21 de febrero, cuando iban a visitar las tumbas de los difuntos y les dejaban regalos. Al día siguiente, el 22 de febrero, era la celebración personal y familiar de Caristia, en la que se honraba a los parientes vivos y se reparaban las relaciones con los que a lo mejor se había discutido. Las parentales y las ferales honraban a los que ya habían muerto, pero todavía estaban presentes y tenían una influencia poderosa sobre las vidas de los vivos, mientras que Caristia se centraba en la apreciación de los miembros de la familia mientras aún estaban vivos.
Los manes eran los difuntos en conjunto (di manes = los muertos sagrados) que vivían en el más allá. Todo el que moría se convertía en un mane y luego, según cada familia, en un lare o un parentes. El mane era la chispa divina de la vida en cada persona, que se creía que residía en los muertos. Se hacían bustos del padre, la madre y de ancestros más distantes no solo para honrarlos y recordarlos mediante una obra de arte, sino también, algo igual de importante, para permitir que su mane habitara el busto cuando quisiera y se sintiera bien recibido. Estos bustos se solían colocar en el atrio de la casa, la habitación pública de la casa en la que se celebraban fiestas o discusiones políticas y cívicas serias. De esta manera, los manes podían participar en estas reuniones a través de sus bustos. Los manes se incluían en la fiesta de parentales, al igual que en ferales y lemurales, aunque este último festival se centraba mucho más en los lemures.
Los lemures eran los muertos inquietos, malvados o iracundos. Hoy en día un lemure se entendería como un poltergeist, un espíritu enfadado que perturba el hogar hasta que se satisfacen sus necesidades o una autoridad espiritual lo exorciza. En conjunto, estos espíritus eran manes, espíritus divinos de aquellos que estuvieron vivos alguna vez, pero en su caso eran aquellos que, por una razón u otra, estaban descontentos en la otra vida. La razón más común para que un espíritu regresara como un lemure era una celebración incorrecta de los ritos funerarios o del enterramiento, o no haberse atenido a los deseos del difunto según los había explicado en su testamento. Sin embargo, un mane también podía regresar en forma de lemure si sentía que su familia no lo estaba honrando y recordando adecuadamente. Un lare, parentes o los manes en conjunto podían convertirse en lemures se las ofrendas y plegarias no se hacían como ellos esperaban. El poeta romano Ovidio (43 a.C.-17 d.C.), en su obra Fastos, Libro V (8 d.C.), describe cómo los lemures causaban estragos en Roma cuando la gente se olvidaba de honrarlos adecuadamente durante el festival de Lemuria. Lemuria se celebraba los días 9, 11 y 13 de mayo, y más adelante se convertiría en el Día de Todos los Santos en la Iglesia, que honraba a los difuntos, antes de trasladarse al 1 de noviembre en el siglo IX d.C.
El genius era el espíritu casero de la virilidad y su símbolo era una serpiente. El genius de la casa se honraba en el día del cumpleaños del cabeza de familia y se definía como "un espíritu de la virilidad" con influencia especial sobre la cama de matrimonio. También creían que el genius habilitaba al cabeza de familia para hacer lo que tenía que hacer. El genius de la casa, manifestado en el paterfamilias, en teoría trabajaba en conjunto con el genius loci, el espíritu del suelo sobre el que se levantaba la casa. Estos dos espíritus eran entidades completamente diferentes, pero si se honraba y apaciguaba al genius loci, entonces el genius de la casa también estaría contento y la familia viviría en paz y prosperidad.
Las umbras o sombras, eran los fantasmas que regresaban de la otra vida y también se conocían como imagines, species e immanes (sin forma). Las umbras no eran buenas ni malas, sino que se podían interpretar de una manera u otra dependiendo de cómo se le aparecieran a una persona. Si un fantasma se aparecía en un sueño, normalmente se consideraba algo bueno, pero solo si era el espíritu de un ser querido, especialmente si el fantasma tenía información importante que conferir, como por ejemplo dónde habían dejado el testamento o donde encontrar un objeto de valor que la familia creía perdido. Por el otro lado, si el espíritu de un extraño se aparecía en un sueño, era un mal augurio, y era aún peor si el espíritu se aparecía cuando la persona estaba despierta. Esto se entendía como una maldición a causa de algún mal que había hecho la persona a la que se le aparecía. En esos casos, había que examinar qué era lo que se había hecho mal (como por ejemplo, escatimar en el banquete funerario) y enmendarlo. Las umbras se honraban junto con los demás espíritus en las ferales y en Lemuria, pero, por si acaso, también se llevaban amuletos y talismanes, o se ponían en marcos y habitaciones y se celebraban rituales para aplacarlos y mantenerlas alejadas.
Conclusión
Todo el mundo, a lo largo de su vida, estaba vigilado e influido por una combinación u otra de estos espíritus. No obstante, no se menciona ningún espíritu en la literatura romana religiosa o seglar que estuviera presente específicamente en la muerte de la persona. Antony Kamm apunta:
Mientras que había un espíritu u otro presente en casi todas las ocasiones y momentos de la vida de la persona, desde la concepción hasta la muerte, en ese último momento, no había ninguno. El elemento religioso de los ritos funerarios se dirigía hacia la purificación simbólica de los supervivientes. (Nardo, 65)
Por tanto, el funeral era para los vivos, no específicamente para honrar al muerto. La familia sacrificaba un cerdo, realizaba un ritual de limpieza de la casa, y después celebraba un banquete con invitados como símbolo de la vida que continuaba en el hogar. Una vez que los difuntos habían pasado a la otra vida y se convertían en espíritus, entonces era cuando llegaba el momento de honrarlos y rezar en su honor, recordando quiénes habían sido en vida y quiénes seguían siendo en el más allá. La creencia común era que los muertos seguían viviendo y que sencillamente se habían transformado a través de la muerte a habitar otro reino. No había necesidad de un espíritu que velara por ellos o los protegiera a la hora de la muerte o en el funeral porque en ese momento habían pasado a formar parte de los muertos sagrados y podían cuidar de sí mismos.
Tan solo los vivos, que tenían que lidiar con la incertidumbre cotidiana del futuro, necesitaban la protección y certeza espirituales. Los espíritus de los muertos, así como los espíritus eternos de la tierra, guiaban y protegían a los romanos en su vida cotidiana, pero, cuando caían en el olvido, o cuando los sacrificios y las plegarias eran más una costumbre que una atención verdadera, los espíritus retiraban su favor y la gente sufría infortunios grandes y pequeños. Por ese motivo, tal y como hemos visto antes, la familia típica romana, independientemente de su devoción a los rituales estatales y a los festivales en honor a los dioses, siempre se aseguraría de honrar a los espíritus del hogar, la casa y los antepasados.