Los textos médicos de la antigua Mesopotamia incluyen recetas y prácticas para tratar una gran variedad de dolencias, heridas y enfermedades. Sin embargo, había un mal que no tenía cura: el amor apasionado. De un texto médico hallado en la Biblioteca de Asurbanipal en Nínive procede este pasaje:
Cuando el paciente carraspea constantemente, pierde la voz con frecuencia, habla solo y se ríe sin razón en lugares apartados, se deprime habitualmente, se le cierra la garganta, no encuentra placer en comer ni beber y repite sin cesar, con grandes suspiros: «¡Ah, mi pobre corazón!», entonces sufre de mal de amores. Esto es igual para hombres y mujeres. (Bottéro, 102-103)
En la antigua Mesopotamia, el matrimonio tenía una importancia crucial para la sociedad, ya que aseguraba la continuidad de la familia y proporcionaba estabilidad social. Los matrimonios arreglados eran la norma, y las parejas a menudo ni siquiera se conocían antes de casarse. Según Heródoto, existían incluso subastas nupciales donde se vendían mujeres al mejor postor. Sin embargo, las relaciones humanas en Mesopotamia eran tan complejas y variadas como en la actualidad, y el amor era una parte fundamental de esa complejidad. La historiadora Karen Nemet-Nejat señala: «Al igual que en todas partes y en todas las épocas, los antiguos mesopotámicos también se enamoraban profundamente» (132).
La popularidad de lo que hoy se denominaría «canciones de amor» también da fe de la existencia de un profundo apego romántico entre las parejas. Algunos de los títulos de estos poemas lo ilustran:
«Duerme, vete. Quiero tener a mi amor en mis brazos»
«Cuando me hablas, haces que mi corazón crezca tanto que podría morir.»
«Anoche no cerré los ojos; sí, estuve despierto toda la noche, cariño mío [pensando en ti]».
(Bottéro, 106)
También hay poemas, como una composición acadia de hacia el 1750 a.C., que representa a dos amantes discutiendo porque la mujer siente que el hombre se siente atraído por otra, por lo que él debe convencerla de que ella es la única para él. Al final, tras discutir el problema, la pareja se reconcilia y queda claro que ahora vivirán juntos y felices para siempre.
El negocio del matrimonio
Es importante considerar que, en contraste con el amor romántico y la vida compartida en pareja, existía un «lado comercial» del matrimonio y y el sexo. Heródoto relata que toda mujer, al menos una vez en su vida, debía sentarse frente al templo de Ishtar (Inanna) y acceder a mantener relaciones sexuales con cualquier desconocido que la eligiera. Se creía que esta costumbre garantizaba la fertilidad y la prosperidad de la comunidad. Dado que la virginidad femenina se consideraba un requisito para el matrimonio, parece poco probable que las mujeres solteras participaran en esta práctica; sin embargo, Heródoto sostiene que «todas las mujeres» estaban obligadas a hacerlo. La práctica de la prostitución sagrada, tal como Heródoto la describe, ha sido cuestionada por muchos académicos modernos, aunque no ocurre lo mismo con su descripción de la subasta de novias. Heródoto escribe:
Una vez al año, en cada aldea, reunían a todas las jóvenes aptas para casarse en un solo lugar, mientras los hombres se situaban alrededor formando un círculo. Entonces, un heraldo llamaba a las jóvenes una por una y las ofrecía en venta. Comenzaba con la más hermosa. Cuando esta se vendía a un alto precio, ofrecía a la que le seguía en belleza. Todas eran vendidas para convertirse en esposas. Los babilonios más ricos que deseaban casarse pujaban entre sí por las jóvenes más hermosas, mientras que los hombres del pueblo, que no se preocupaban por la belleza, recibían a las mujeres menos atractivas junto con una compensación monetaria. Todos los interesados podían asistir, incluso de aldeas distantes, y pujar por las mujeres. Esta era la mejor de todas sus costumbres, pero ahora ha caído en desuso.
(Historias I: 196)
Así pues, aunque el amor romántico desempeñaba un papel en los matrimonios mesopotámicos, lo cierto es que, según las costumbres y expectativas de la sociedad mesopotámica, el matrimonio era un contrato legal entre el padre de una muchacha y otro hombre (el novio, como en el caso de la subasta nupcial, en la que el novio pagaba al padre de la muchacha el precio de la novia) o, más comúnmente, entre dos familias, que funcionaba como base para formar una comunidad. El académico Stephen Bertman comenta:
En la lengua de los sumerios, la palabra «amor» era un verbo compuesto que, en su sentido literal, significaba «medir la tierra», es decir, «delimitar el terreno». Tanto entre los sumerios como entre los babilonios (y muy probablemente también entre los asirios) el matrimonio era fundamentalmente un acuerdo comercial diseñado para asegurar y perpetuar una sociedad ordenada. Aunque había un componente emocional inevitable en el matrimonio, su principal objetivo a los ojos del Estado no era la compañía sino la procreación; no la felicidad personal en el presente sino la continuidad comunitaria para el futuro. (275-276)
Esta era, sin duda, la visión «oficial» del matrimonio, y no hay pruebas que sugieran que un hombre y una mujer decidieran casarse por su cuenta (aunque sí hay pruebas de una pareja que vivía junta sin casarse). Bertman escribe:
Todo matrimonio comenzaba con un contrato legal. De hecho, tal y como establecía la ley mesopotámica, si un hombre se casaba sin haber redactado y ejecutado antes un contrato matrimonial, la mujer con la que se «casaba» no sería su esposa... un matrimonio no comenzaba con una decisión conjunta de dos personas enamoradas, sino con una negociación entre representantes de dos familias. (276)
Una vez firmado el contrato matrimonial en presencia de testigos, se podía comenzar a planificar la ceremonia, que debía incluir un banquete para ser considerada legítima. El proceso de matrimonio constaba de cinco etapas esenciales para que la pareja quedara legalmente casada:
- Compromiso y firma del contrato matrimonial.
- Pago mutuo entre las familias de la novia y el novio (la dote y el precio de la novia, respectivamente).
- La ceremonia y el banquete.
- Traslado de la novia a la casa de su suegro.
- Relaciones sexuales entre la pareja, en las que se esperaba que la novia fuera virgen en la noche de bodas y quedara embarazada.
Si alguna de estas etapas no se cumplía, o se cumplía de forma incorrecta (por ejemplo, si la novia no quedaba embarazada), el matrimonio podía ser anulado. En caso de que la novia no fuera virgen o no pudiera concebir, el novio podía devolverla a su familia. En este caso, debía devolver la dote a la familia de ella, pero recuperaría el precio que su propia familia había pagado por la novia.
El compromiso
Se prestaba especial atención al compromiso. Bertman señala:
Los compromisos eran un asunto serio en Babilonia, especialmente para aquellos que podían llegar a cambiar de opinión tras haber formalizado uno. Según el Código de Hammurabi, si un pretendiente cambiaba de opinión, perdía todo el depósito (el regalo de esponsales) y el precio de la novia. En caso de que fuera el futuro suegro quien cambiara de opinión, debía pagar al pretendiente decepcionado el doble del precio de la novia. Además, si un pretendiente rival convencía al suegro de que cambiara de opinión, no solo tenía que pagar el doble, sino que el rival no podía casarse con la hija. Estas sanciones legales actuaban como un potente elemento disuasorio contra los cambios de opinión y un poderoso incentivo tanto para la toma de decisiones responsable como para un comportamiento social ordenado. (276)
Estos incentivos y castigos eran especialmente importantes porque los jóvenes de Mesopotamia, al igual que los de hoy en día, no siempre querían cumplir los deseos de sus padres. Un joven o una joven podían enamorarse de alguien que no fuera la pareja elegida por sus padres. Se cree que un poema protagonizado por la diosa Inanna (conocida por su afición al «amor libre» y por hacer siempre lo que quería) y su amante Dumuzid ilustra los problemas que enfrentaban los padres al tratar de guiar a sus hijos, en especial a las hijas, hacia una conducta adecuada que llevara a un matrimonio feliz. Sin embargo, dado que Inanna y Dumuzid eran una pareja muy popular en la literatura religiosa y profana mesopotámica, es dudoso que los jóvenes interpretaran el poema de la misma forma que sus padres. El académico Jean Bottéro describe la obra señalando cómo Inanna fue animada a casarse con el exitoso dios agricultor Enkimdu, pero amaba al dios pastor Dumuzid y, por eso, lo eligió a él. Bottéro añade más detalles:
Salió furtivamente de casa, como una adolescente enamorada, para ir al encuentro de su amado bajo las estrellas «que brillaban como ella», para luego perderse bajo sus caricias y preguntarse de repente, al ver avanzar la noche, cómo iba a explicar su ausencia y su retraso a su madre: «¡Déjame! ¡Debo ir a casa! ¡Déjame, Dumuzid! ¡Debo entrar! /¿Qué mentira le diré a mi madre? /¿Qué mentira le diré a mi madre Ningal?» Y Dumuzid sugiere una respuesta: que diga que sus compañeras la convencieron para ir con ellas a escuchar música y bailar. (109)
Los castigos y los incentivos, pues, debían mantener a la joven pareja en el camino deseado hacia el matrimonio y evitar que se enzarzaran en romances bajo las estrellas. Una vez que la pareja estaba debidamente casada, se esperaba que tuvieran hijos rápidamente. El sexo se consideraba un aspecto más de la vida, y no existía la vergüenza, la timidez o el tabú actuales en la vida sexual de los mesopotámicos. En cuanto al colectivo LGBTQ+ en el mundo antiguo, Bottéro afirma que «se podía disfrutar del amor homosexual» sin miedo al estigma social, y los textos mencionan a hombres que «preferían adoptar el papel femenino» en el sexo. Además, escribe, «se podían adoptar varias posturas inusuales: de pie; en una silla; tomando a la pareja por detrás o incluso sodomizándola, y la sodomía, definida como coito anal, era una forma común de anticonceptivo (101)». Señala además:
Podía suceder que se eligiera un escenario inusual en lugar de quedarse en el dormitorio, su lugar favorito. Se podía pensar en «hacer el amor en la azotea de la casa», «en el umbral de la puerta», «en medio de un campo o de un huerto», «en un lugar desierto», «en una calle sin salida» o incluso «en medio de la calle», ya fuera con una mujer cualquiera a la que se había «abordado» o con una prostituta. (Bottéro, 100)
Bottéro da más detalles:
Hacer el amor era una actividad natural, tan culturalmente ennoblecida como la comida era elevada por la cocina. ¿Por qué iba uno a sentirse rebajado o disminuido, o culpable a los ojos de los dioses, practicándolo de la manera que le viniera en gana, siempre que no se perjudicara a terceros o que no se infringiera ninguna de las prohibiciones consuetudinarias que controlaban la vida cotidiana? (97)
Esto no quiere decir que los mesopotámicos nunca tuvieran aventuras o fueran infieles a sus esposas. Hay muchas pruebas textuales que demuestran que las tenían y lo eran. Sin embargo, como señala Bottéro, «cuando eran descubiertos, estos delitos eran severamente castigados por los jueces, incluso con la pena de muerte: los de los hombres en la medida en que causaban un grave perjuicio a un tercero; los de las mujeres porque, aun siendo secretos, podían dañar la cohesión de la familia» (93). Bottéro prosigue:
En Mesopotamia, los impulsos y las capacidades amorosas se habían canalizado tradicionalmente mediante restricciones colectivas con el fin de garantizar la seguridad de lo que se consideraba el núcleo mismo del cuerpo social (la familia) y asegurar así su continuidad. La vocación fundamental de cada hombre y cada mujer, su «destino», como decían, refiriéndose a un deseo radical de los dioses, era por tanto el matrimonio. Y [como está escrito en un texto antiguo] «el joven que ha permanecido solitario, sin haber tomado esposa ni criado hijos, y la joven que no ha sido desflorada ni preñada, y de la que ningún marido ha desabrochado el broche de su vestido y apartado su túnica, para abrazarla y hacerla gozar de placer, hasta que sus pechos se hinchen de leche y se haya convertido en madre» eran considerados marginales, condenados a languidecer en una existencia infeliz. (92)
La procreación como objetivo del matrimonio
Los hijos eran la consecuencia natural y muy deseada del matrimonio. La falta de hijos se consideraba una gran desgracia, y un hombre podía tomar una segunda esposa si la que tenía resultaba estéril. Bottéro escribe:
Toda la jurisprudencia muestra a la esposa enteramente bajo la autoridad de su marido una vez instalada en su nuevo estatus, y las restricciones sociales (que daban rienda suelta al marido) no eran benévolas con ella. En primer lugar, aunque la monogamia era corriente, cada hombre (según sus caprichos, necesidades y recursos) podía añadir una o varias «segundas esposas», o mejor dicho, concubinas, a la primera esposa. (115)
A menudo se consultaba a la primera esposa para elegir a las segundas esposas, y era responsabilidad suya asegurarse de que cumplieran las funciones para las que habían sido elegidas. Si se añadía una concubina al hogar porque la primera esposa no podía tener hijos, la descendencia de la concubina era considerada como de la primera esposa, y tenía derecho heredar y llevar el apellido familiar.
Dado que el principal objetivo del matrimonio, según la sociedad, era tener hijos, un hombre podía añadir a su hogar tantas concubinas como pudiera permitirse. La continuidad de la línea familiar era fundamental, por lo que las concubinas eran comunes en los casos en que la esposa estaba enferma, tenía problemas de salud o era estéril.
Sin embargo, un hombre no podía divorciarse de su esposa debido a su estado de salud; debía seguir honrándola como su primera esposa hasta su muerte. En estas circunstancias, a la muerte de la esposa, la concubina pasaba a ser la primera esposa, y si había otras mujeres en el hogar, cada una ascendía un puesto en la jerarquía familiar.
Divorcio e infidelidad
El divorcio no era común y conllevaba un fuerte estigma social. La mayoría de las personas se casaban para toda la vida, aunque el matrimonio no fuera feliz. Existen inscripciones que registran casos de mujeres que huían de sus maridos para acostarse con otros hombres. Si eran sorprendidas en el acto, podían ser arrojadas al río para ahogarse, junto con su amante, o ser empaladas; pero ambas partes debían recibir el mismo tratamiento. El Código de Hammurabi afirma: «Sin embargo, si el dueño de la mujer desea mantenerla con vida, el rey indultará igualmente al amante de la mujer».
Por lo general, el divorcio lo iniciaba el marido, pero se permitía a las esposas divorciarse de sus compañeros si había pruebas de abuso o negligencia. Un marido podía divorciarse de su esposa si esta resultaba infértil, pero, como entonces tendría que devolverle la dote, era más probable que añadiera una concubina a la familia. Parece que a la gente de la época nunca se le ocurrió que el varón pudiera ser el culpable de un matrimonio sin hijos: la culpa siempre se atribuía a la mujer. El marido también podía divorciarse de su mujer por adulterio o abandono del hogar, pero, de nuevo, tenía que devolverle sus bienes y sufrir también el estigma del divorcio. En general, ambas partes solían optar por hacer lo mejor de la situación, aunque esta no fuera ideal. Bottéro escribe:
Las mujeres casadas, siempre que tuvieran un poco de «agallas» y supieran usar sus encantos con astucia, podían lograr que sus maridos cediera a sus deseos. Un oráculo menciona a una mujer que, tras quedar embarazada de un tercero, implora sin cesar a la diosa del amor, Ishtar, repitiendo: «Por favor, que el niño se parezca a mi marido». También se menciona a mujeres que abandonaban su hogar y a su marido para salir de juerga, no solo una, sino dos, tres... hasta ocho veces, algunas regresando más tarde, cabizbajas, mientras que otras no volvían nunca. (120)
Las mujeres que abandonaban a sus familias eran poco frecuentes, pero ocurrían lo suficiente como para que se escribiera sobre ellas. Una mujer que viajaba sola a otra región o ciudad para comenzar una nueva vida, a menos que fuera prostituta, era poco frecuente pero ocurría y parece haber sido una opción tomada por mujeres que se encontraban en un matrimonio infeliz y preferían no sufrir la deshonra de un divorcio público.
Como el divorcio favorecía al hombre, «si una mujer expresaba su deseo de divorciarse, podía ser expulsada de la casa de su marido sin dinero y desnuda» (Nemet-Nejat, 140). El hombre era el cabeza de familia y la autoridad suprema, y una mujer tenía que demostrar de forma concluyente que su marido no había cumplido su parte del contrato matrimonial para obtener el divorcio.
Aun así, cabe señalar que la mayoría de los mitos de la antigua Mesopotamia, especialmente los más populares (como El descenso de Inanna, Inanna y el árbol de Huluppu, Ereshkigal y Nergal) presentan a las mujeres de forma muy halagadora y, a menudo, con ventaja sobre los hombres. Aunque los hombres eran reconocidos como la autoridad tanto en el gobierno como en el hogar, las mujeres podían poseer sus propias tierras y negocios, comprar y vender esclavos, e iniciar procesos de divorcio.
Bottéro cita pruebas (como los mitos antes mencionados y los contratos comerciales) que demuestran que las mujeres de Sumeria gozaban de mayores libertades que los hombres tras el auge del Imperio acadio (alrededor de 2334 a.C.). Con la influencia acadia, escribe, «es posible que el hecho de que las mujeres de la antigua Mesopotamia, a pesar de ser consideradas inferiores a los hombres en todos los niveles y tratadas como tales, disfrutaran de cierta consideración, derechos y libertades sea uno de los vestigios y legados remotos de la antigua y enigmática cultura sumeria» (126). A lo largo de la historia de Mesopotamia, esta cultura permaneció lo suficientemente extendida como para permitir a una mujer escapar de una vida hogareña infeliz y viajar a otra ciudad o región para comenzar de nuevo.
Vivir felices para siempre
A pesar de las dificultades y las complejidades legales que rodeaban el matrimonio en Mesopotamia, al igual que en la actualidad había muchas parejas felices que vivían juntas de por vida y disfrutaban de sus hijos y nietos. Además de los poemas de amor mencionados, existen cartas, inscripciones, pinturas y esculturas que atestiguan el afecto genuino entre las parejas, independientemente de cómo se hubiera concertado su matrimonio. Las cartas entre Zimri-Lim, rey de Mari, y su esposa Shibtu son especialmente conmovedoras, ya que en ellas queda claro cuánto se querían, confiaban y dependían el uno del otro. Nemet-Nejat escribe: «Los matrimonios felices florecieron en la Antigüedad; un proverbio sumerio menciona a un marido que se jactaba de que su mujer le había dado ocho hijos y seguía dispuesta a hacer el amor» (132), y Bertman describe de la siguiente manera una estatua sumeria de una pareja sentada del 2700 a.C:
Una pareja de ancianos sumerios sentados uno al lado del otro, fundidos por la escultura en una sola pieza de roca de yeso; el brazo derecho de él rodeando el hombro de ella, la mano izquierda de él estrechando tiernamente la derecha de ella, sus grandes ojos mirando hacia el futuro, sus corazones ancianos recordando el pasado. (280)
Aunque las costumbres de los mesopotámicos puedan parecer extrañas, o incluso crueles, a una mente occidental moderna, los pueblos del mundo antiguo no eran diferentes de los que viven hoy en día. Muchos matrimonios modernos, iniciados con grandes promesas, acaban mal, mientras que muchos otros, que al principio pasan apuros, perduran toda la vida. Las prácticas que dan comienzo a tales uniones no son tan importantes como lo que los individuos implicados hacen de su tiempo juntos, y tanto en Mesopotamia como en la actualidad, el matrimonio presenta numerosos desafíos que las parejas deben superar o en los que pueden sucumbir.