El Imperio azteca (también llamado mexica) floreció entre c. 1345 y 1521 d. C. y dominó la antigua Mesoamérica. Esta joven y belicosa nación tuvo un gran éxito en la expansión de su alcance y en la obtención de riquezas impresionantes, pero muy pronto llegaron los extraños visitantes de otro mundo. Lideradas por Hernán Cortés, las formidables armas de fuego y la sed de tesoros de los españoles traerían consigo destrucción y enfermedades devastadoras. Los conquistadores inmediatamente encontraron aliados locales dispuestos a ayudar a derrocar el brutal régimen azteca y a liberarse de la carga de los tributos y de la necesidad de alimentar el insaciable apetito azteca por las víctimas de los sacrificios, y así, en tres años, cayó el mayor imperio de la historia en Norteamérica y Centroamérica.
El Imperio azteca
Hacia el año 1400 d. C. se habían formado varios pequeños imperios en el Valle de México, entre los que dominaban Texcoco, capital de la región Acholhua, y Azcapotzalco, capital de los tepanecas. Estos dos imperios se enfrentaron en 1428 en la Guerra tepaneca. Las fuerzas de Azcapotzalco fueron derrotadas por una alianza entre Texcoco, Tenochtitlán (la capital de los mexicas) y varias otras ciudades menores. Tras la victoria se formó una Triple Alianza entre Texcoco, Tenochtitlán y una ciudad tepaneca rebelde, Tlacopan. Así, comenzó una campaña de expansión territorial en la que el botín de guerra (generalmente en forma de tributos de los conquistados) se repartía entre estas tres grandes ciudades. Con el tiempo, Tenochtitlán llegó a dominar la Alianza, su líder se convirtió en el gobernante supremo, el huey tlatoani ("alto rey") y la ciudad se estableció como la capital del Imperio azteca.
El imperio continuó expandiéndose a partir de 1430 d. C., y el ejército mexica, reforzado por el reclutamiento de todos los hombres adultos, los de los estados aliados y conquistados, y los grupos de élite como los guerreros Águila y Jaguar, derrotó a sus rivales. Las batallas se concentraban en las ciudades principales o en sus alrededores, y cuando éstas caían, los vencedores reclamaban todo el territorio circundante. Se exigían tributos regulares y los cautivos eran llevados a Tenochtitlán para realizar sacrificios rituales. De este modo, el imperio azteca llegó a cubrir la mayor parte del norte de México, un área de unos 135 000 kilómetros cuadrados con una población de unos 11 millones de habitantes. Como dijo el cronista Diego Durán, los aztecas eran "amos del mundo, su imperio era tan amplio y abundante que habían conquistado todas las naciones" (Nichols, 451).
El imperio se mantenía disperso mediante el nombramiento de funcionarios del corazón azteca, los matrimonios mixtos, la entrega de regalos, las invitaciones a ceremonias importantes, la construcción de monumentos y obras de arte que promovían la ideología imperial azteca, la imposición de la religión azteca (especialmente el culto a Huitzilopochtli) y, sobre todo, la amenaza siempre presente de la intervención militar. Esto hizo que no fuera un imperio homogéneo y maduro en el que sus miembros tuvieran un interés mutuo en su conservación. Algunos estados estaban más integrados que otros, mientras que los que se encontraban en los extremos del imperio eran explotados como zonas de amortiguación contra vecinos más hostiles. Además, los aztecas fueron duramente derrotados por los tlaxcaltecas y los huexotzingo en 1515. Una potencia vecina en particular, una espina constante en el flanco azteca, fue la civilización tarasca. Los tlaxcaltecas, entre otros, se convirtieron en aliados vitales para los españoles cuando llegaron a saquear y conquistar las vastas riquezas de Mesoamérica. Al luchar por su independencia del dominio azteca, no se dieron cuenta de que solo estaban sustituyendo a un señor rapaz por otro aún más destructivo.
En 1515, a los rumores en el centro del imperio y varios malos presagios de una crisis que se acercaba rápidamente se sumaron los avistamientos de enormes templos flotantes que se acercaban por la costa. Los visitantes del Viejo Mundo habían llegado por fin.
Hernán Cortés y los Conquistadores
El gobernador español de Cuba, Diego Velásquez, ya había enviado varias expediciones para explorar la costa continental de América a partir de 1517, y en ellas se informó de la existencia de extraños monumentos de piedra antiguos y de nativos vestidos de forma brillante, con los que canjeaban objetos de oro fino. Irónicamente, un grupo de nativos había sido enviado por el rey azteca Motecuhzoma II Xocoyotzin (también conocido como Moctezuma o Montezuma) para que viera por sí mismo quiénes eran estos misteriosos hombres barbudos, pero la falta de un idioma común hizo que los españoles regresaran a Cuba sin saber que habían perdido la oportunidad de demostrar por fin que había una gran civilización y una fuente de tesoros más allá de la costa. Sin embargo, los objetos de oro fueron suficientes para convencer a Velásquez. El gobernador organizó otra expedición y eligió como líder a Hernán Cortés. En su flota de 11 barcos iban 500 soldados y 100 marineros, todos ellos aventureros y buscadores de tesoros.
Cortés, oriundo de Extremadura, había estudiado derecho en la universidad, pero a los 19 años había decidido abandonar España y probar suerte en las colonias del Caribe. Después de dirigir una plantación y participar en la conquista de Cuba, ya tenía unos 30 años y estaba preparado para alcanzar la fama y la gloria. Quizás no solo buscaba oro, Cortés era un hombre profundamente religioso, y el espíritu evangelizador, para él si no para sus seguidores, era una motivación extra para explorar este Nuevo Mundo.
Al desembarcar en la costa de Tabasco, en Potonchan, Cortés se encontró inmediatamente con hostilidades, pero los europeos sometieron fácilmente a los nativos con sus armas y tácticas superiores. Como regalo de reconciliación, Cortés recibió algunas esclavas, y una de ellas, una tal Malintzin (también conocida como Marina o La Malinche), resultó ser un activo invaluable, ya que hablaba tanto la lengua maya local como, sobre todo, el náhuatl de los aztecas. Uno de los hombres de Cortés hablaba la primera, por lo que ahora se abría el camino para hablar con cualquier representante con el que se encontraran los invasores. Malintzin permanecería al lado de Cortés durante toda la campaña, y juntos tendrían un hijo, Don Martín.
Se le indicó a Cortés que navegara hacia el norte, y así lo hizo, desembarcó cerca de la ciudad de Cempoala, donde se encontró con dos recaudadores de impuestos aztecas que extraían el tributo del rey a los lugareños. Pronto llegó a Moctezuma la noticia de que una gran fuerza de hombres violentos se acercaba con confianza al centro azteca.
Frente al enemigo Montezuma
Montezuma, tras consultar a su consejo de ancianos, decidió aplicar una estrategia de diplomacia. Envió regalos a los españoles, entre los que se incluían trajes ceremoniales, un enorme disco de oro que representaba el sol y otro aún más grande de plata que representaba la luna. Los españoles recibieron los regalos con gratitud y probablemente hicieron que estuvieran aún más interesados en saquear la tierra por todo lo que valía. Cortés hizo caso omiso de las instrucciones de regresar a Cuba y envió a Carlos V de España un cargamento con los tesoros que había adquirido hasta entonces, junto con cartas que solicitaban apoyo real. Entonces se estableció un cuartel en la costa de Veracruz. A continuación, Cortés quemó todos sus barcos para recordar a sus hombres que en los siguientes meses de penurias sería la conquista o la muerte. En agosto de 1519, Cortés marchó directamente a Tenochtitlán.
La capital estaba situada en la orilla occidental del lago Texcoco y contaba con al menos 200 000 habitantes, lo que la convertía en la mayor ciudad de la América precolombina. Era un enorme centro comercial en el que entraban y salían mercancías como oro, turquesa, alimentos y esclavos. Los invasores españoles, que pudieron entrar libremente en la ciudad, quedaron enormemente impresionados por su esplendor, su magnífica arquitectura y obras de arte, sus maravillosos jardines, lagos artificiales y flores. Cortés estaba ansioso por conocer al rey azteca Montezuma, quien había asumido el cargo de tlatoani ("orador") en 1502 d. C., gobernaba como monarca absoluto y era considerado un dios por su pueblo y una manifestación y perpetuador del sol. Al principio, las relaciones fueron amistosas y se intercambiaron valiosos regalos entre ambos líderes. Cortés recibió un collar de cangrejos de oro y Montezuma un collar de cristal veneciano ensartado en hilo de oro y perfumado con almizcle.
La historia del conflicto que estaba a punto de desarrollarse es muy debatida entre los académicos y es poco probable que los cronistas españoles presentaran un relato completamente imparcial de los acontecimientos. Se ha señalado que parece extraño que un gobernante tan poderoso como Montezuma tuviera una figura tan pasiva en el registro de los acontecimientos que nos ha llegado. Sin dudas, es evidente que los españoles ya habían demostrado su destreza militar y la devastadora eficacia de su armamento superior (con cañones, armas de fuego y ballestas) al derrotar rápidamente a una fuerza de otomíes-tlaxcaltecas, y también habían tomado rápidas y despiadadas represalias contra un complot traicionero de los cholollan. Tal vez Montezuma había tomado nota de esto y adoptó una política de aplacamiento más prudente, en lugar de enfrentarse al enemigo en el campo, al menos como estrategia inicial. Esta parece una explicación más razonable que la opinión tradicional, ahora rechazada por los historiadores modernos como una ficción racionalizadora posterior a la conquista, de que Montezuma creía reverentemente que Cortés era el dios Quetzalcóatl de la mitología azteca que regresaba.
Sean cuales sean las razones, el aire de cordialidad inicial entre ambas partes pronto se agrió. En dos semanas, la fuerza española tomó como rehén y puso bajo arresto domiciliario al gobernante azteca. Montezuma se vio obligado a declararse súbdito de Carlos V, a entregar más tesoros e incluso a permitir que colocaran un crucifijo en la cima de la Gran Pirámide o Templo Mayor en el recinto sagrado de la ciudad.
La caída de Tenochtitlán
La crisis se agravó cuando Cortés se vio obligado a regresar a Veracruz y enfrentarse a una nueva fuerza enviada desde Cuba para arrestarlo por desobedecer sus órdenes de regresar a Cuba. Algunos de los españoles restantes, comandados por Pedro de Alvarado, fueron entonces asesinados en Tenochtitlán después de que intentaran interrumpir una ceremonia de sacrificio humano. Este incidente era justo lo que Cortés necesitaba y, tras enfrentarse a la fuerza de socorro cubana en Veracruz y persuadir a su líder Pánfilo Narváez para que se uniera a su causa, regresó a la ciudad para aliviar a los españoles que seguían asediados. Los comandantes guerreros aztecas, descontentos con la pasividad de Montezuma, lo derrocaron y pusieron a Cuitláhuac como nuevo tlatoani. Los españoles intentaron que Montezuma calmara a la población, pero recibió un golpe de una piedra en la cabeza y murió. Algunos creen que los españoles lo estrangularon en secreto, ya que estaba claro que ya no era útil para ningún bando.
Atrincherado en el palacio real, Cortés resistió varias oleadas de ataques y luego luchó por controlar la gigantesca pirámide del Templo Mayor, que estaba siendo utilizada como un práctico mirador para hacer llover misiles sobre los españoles. Una feroz batalla dio lugar a que Cortés tomara el control del templo, que luego prendió fuego y horrorizó a la población. Cortés cogió el botín que pudo y huyó de la ciudad en una batalla nocturna el 30 de junio de 1520, en lo que se conoce como la Noche Triste.
Cortés reunió a los aliados locales de su base de Tlaxcala y, con el apoyo de Texcoco, ganó una gran batalla cerca de Otumba y regresó a Tenochtitlán diez meses después, cuando sitió la ciudad con una flota de barcos de guerra especialmente construidos. Con estos barcos, Cortés pudo bloquear las tres calzadas principales que unían la ciudad con la orilla del lago de Texcoco. Carentes de alimentos y asolados por la viruela introducida por uno de los españoles, los mexicas, ahora dirigidos por Cuauhtémoc, terminaron siendo derrotados tras 93 días de resistencia, el fatídico 13 de agosto de 1521. Tenochtitlán fue saqueada y sus monumentos fueron destruidos. Los tlaxcaltecas fueron despiadados en su venganza y masacraron a hombres, mujeres y niños al por mayor, llegando a escandalizar a los curtidos veteranos españoles con sus atrocidades. De las cenizas de este desastre surgió la nueva capital de la colonia de Nueva España y Cortés fue nombrado su primer gobernador en mayo de 1523.
La conquista del Imperio
Con la caída de Tenochtitlán, los españoles se dedicaron a pacificar el resto del imperio y a descubrir qué otros tesoros podían saquear. Para ello, contaron con la enorme ayuda de dos factores. El primero fue la ayuda de los pueblos súbditos descontentos o enemigos tradicionales de los aztecas. En la marcha hacia Tenochtitlán, Cortés ya había conseguido la entusiasta ayuda de los tlaxcaltecas, tanto en hombres como en suministros. Con el colapso de la jerarquía azteca, otras comunidades locales estaban muy dispuestas a darles la espalda y liberarse de los pesados tributos y de la captura sistemática de personas para ser sacrificadas en la capital azteca.
El segundo factor a favor de los españoles era el armamento primitivo y la guerra ritualizada de sus oponentes. Los guerreros aztecas llevaban una armadura acolchada de algodón, un escudo de madera o de caña cubierto de piel, y empuñaban armas como una maza de obsidiana muy afilada (macuahuitl), una lanza o un lanzador de dardos (atlatl), y un arco y flechas. Aunque estas armas eran eficaces contra los nativos americanos, aún peor equipados, eran casi inútiles contra los cañones, las ballestas, las espadas de acero, las picas largas, los cañones y las armaduras de los españoles.
La caballería era otra arma devastadora en manos de los europeos. Los guerreros y oficiales mexicas de élite también llevaban espectaculares trajes y tocados de plumas y pieles de animales para indicar su rango. Esto los hacía muy llamativos en la batalla y un objetivo principal al que había que despachar lo antes posible. Despojados de sus comandantes, las unidades aztecas a menudo se desintegraban en medio del pánico. Los mexicas estaban acostumbrados a las formaciones sueltas en la batalla; su objetivo principal siempre había sido capturar a un oponente valiente con vida para poder sacrificarlo después, y la guerra estaba muy ritualizada con momentos precisos para empezar y terminar. El objetivo de la guerra mexica nunca fue destruir por completo al enemigo y anular su cultura, mientras que los españoles pretendían exactamente eso. Los dos bandos no solo estaban separados por siglos, sino por milenios, en cuanto a tecnología armamentística y tácticas de guerra.
Solo podía haber un ganador, y en tres años Mesoamérica, incluida la capital tarasca de Tzintzuntzan y las tierras altas mayas, estaban bajo control español. Poco a poco, los frailes franciscanos llegaron para difundir el cristianismo, y los burócratas tomaron el relevo de los aventureros. En 1535, Don Antonio de Mendoza fue nombrado primer virrey del reino de Nueva España.
Conclusión
Parece que Montezuma tenía cierto instinto de que se avecinaban tiempos difíciles, ya que daba gran importancia a los presagios, como cuando avistó un cometa en 1509 d. C., y consultaba constantemente a los adivinos en busca de consejos. La mitología azteca predijo que la era actual del quinto sol acabaría cayendo al igual que las cuatro eras anteriores, y así sucedió. El imperio mexica se derrumbó, sus templos se desfiguraron o destruyeron y sus bellas artes se fundieron en monedas. Los ciudadanos sufrieron las enfermedades introducidas por los europeos, que acabaron con hasta el 50% de la población, y sus nuevos señores no resultaron ser mejores que los aztecas. De forma sistemática y despiadada, la cultura de los antiguos mesoamericanos, una herencia que se remonta a milenios atrás, fue reprimida y, cuando se pudo, erradicada, en un esfuerzo por instalar el nuevo orden del Viejo Mundo. Desgraciadamente, con la continua extracción de tributos tanto en bienes como en trabajo forzado, este nuevo orden no fue menos brutal e implacable que el antiguo.