Tomás Becket (también conocido como Thomas á Becket) fue canciller de Enrique II de Inglaterra (quien reinó de 1154 a 1189) y luego arzobispo de Canterbury (de 1162 a 1170). Tomás se enfrentó a su soberano en repetidas ocasiones por la relación entre la Corona y la Iglesia, especialmente por el derecho de los tribunales eclesiásticos a juzgar a los clérigos. Tomás fue asesinado por cuatro caballeros en la catedral de Canterbury el 29 de diciembre de 1170.
La indignación que provocó la muerte de Becket entre los miembros del clero y la nobleza hizo que Enrique diera marcha atrás. Aunque no había dado ninguna orden directa de asesinar a Tomás, el rey tuvo que cumplir una penitencia por su relación con todo el lamentable asunto. Tomás Becket fue nombrado santo por el papa en 1173 y desde entonces se lo considera un mártir por defender los derechos de la Iglesia romana. Por ello, a veces se le llama Santo Tomás de Canterbury.
Juventud
Tomás Becket nació hacia 1118, hijo de un rico comerciante de vino afincado en Cheapside, Londres, que prosperó gracias a su contrato de suministro a la corte real. El joven Tomás fue enviado a estudiar al monasterio agustino del priorato de Merton y luego a varias estancias incompletas en París, Bolonia y Auxerre. El primer trabajo destacado de Tomás fue el de secretario del arzobispo de Canterbury en 1146. En 1152 fue nombrado archidiácono de la catedral de Canterbury. Tomás debió impresionar en estos cargos porque Enrique II lo nombró canciller a partir de enero de 1155. Tomás se apropió del cargo de canciller y transformó un puesto relativamente menor en un ministro principal de todos los demás ministerios del gobierno. El canciller incluso encontró tiempo para actuar como tutor de Enrique el Joven Rey (1170-1183), el hijo de Enrique II. El príncipe y algunos otros miembros de la realeza vivieron con Tomás hasta que obtuvieron su título de caballero. Enrique II y Tomás se convirtieron en buenos amigos personales y a menudo salían juntos de caza y de cacería.
Resulta bastante irónico que, teniendo en cuenta el legado de Tomás Becket como defensor de la Iglesia, el canciller dedicara gran parte de su tiempo a intentar sacar el máximo dinero posible de ella para ayudar a pagar las campañas militares de Enrique II. El canciller se hizo extremadamente impopular entre los obispos y abades de toda Inglaterra y su reputación no mejoró cuando vieron lo rico que se hizo personalmente. La extravagancia del canciller fue más evidente en su viaje a París en 1158, cuando viajó con 250 sirvientes y 24 mudas de ropa en su armario. De vuelta a Inglaterra, gracias a las ventajas de su trabajo y a los regalos regulares de tierras por parte del rey, Tomás llegó a poseer vastas propiedades y un ejército personal de 700 caballeros medievales. En una ocasión, Tomás se comió un plato de anguilas raras que costó la astronómica cifra de 100 chelines, suficiente para comprar un pequeño rebaño de vacas.
El rey contra el arzobispo
Enrique II trató de reafirmar el poder de la monarquía en su relación con la Iglesia medieval. La Iglesia en Inglaterra siempre había estado separada del Estado, pero los reyes tradicionalmente habían tenido voz y voto sobre quién ocupaba el máximo cargo de arzobispo de Canterbury. En consecuencia, Enrique II nombró a su canciller Tomás Becket como nuevo arzobispo de Canterbury en junio de 1162. Se trataba de una medida algo inusual, ya que Tomás ni siquiera estaba en las órdenes mayores y parecía llevar una vida muy alejada de la que podríamos imaginar como preparación ideal para un papel en el clero. Es probable que Enrique pensara que Tomás, que ya había demostrado no ser especialmente amigo de la Iglesia, lo ayudaría en su intento de limitar los beneficios y derechos del clero. Un punto particular de discordia entre la Corona y la Iglesia era la pretensión de esta última de que todas las disputas y delitos (incluso los graves, como el robo, la violación y el asesinato) que involucraban las tierras de la Iglesia y a los miembros del clero solo debían ser tratados por los tribunales eclesiásticos, ya fuera en Inglaterra o, en caso de apelación superior, por el papa en Roma. También había una gran diferencia en el castigo que podía esperar un clérigo (pena o destitución en el peor de los casos) en comparación con un laico bajo el sistema de justicia del rey (multas, mutilación o ejecución). Al final, Tomás Becket, aunque al principio se mostró reacio, asumió su nuevo papel con el gusto que le caracterizaba y cambió por completo su forma de vida y su perspectiva. Enrique II había cometido uno de los errores más graves de su reinado.
Primero hubo un período de transición en el que el nuevo arzobispo molestó a algunos monjes y obispos por su continuo uso de ropas seculares y se ganó varios enemigos por su pasión por las discusiones. A continuación, Tomás renunció a su cargo de canciller, afirmando que no podía hacer bien los dos trabajos a la vez. Luego, al parecer, se asentó plenamente en el cargo hacia 1163, y se deshizo de todos los muebles finos, los platos de oro y las ropas elegantes y se estableció en una vida de estudio, oraciones y limosnas. Este cambio de carácter nunca ha sido explicado por los contemporáneos y ha desconcertado a los historiadores desde entonces. La explicación más razonable apunta a que Tomás quería hacer su trabajo tan bien como lo había hecho para el Estado como excelente canciller, y quizás también a una auténtica conversión religiosa. Más allá de los motivos, Tomás se convirtió en el gran defensor de los derechos y libertades de la Iglesia. El arzobispo insistió en la lealtad absoluta de sus obispos mientras se resistía a los intentos del rey de limitar los poderes de la Iglesia y extraer impuestos de sus tierras e interferir en los nombramientos y castigos. Tomás consideraba las propuestas del rey como una amenaza directa a la independencia de la Iglesia y a la posición del papa como líder del mundo cristiano (aunque el propio papa llegó a sugerir un compromiso entre ambas partes). Ninguno de los dos bandos quiso ceder y Tomás incluso inició una campaña de desprestigio contra ciertos miembros de la corte real, y los denunció como inmorales. Enrique hizo lo mismo y difundió acusaciones de que Tomás había sido culpable de una grave corrupción durante su etapa como canciller. El choque de ideas se convirtió en un duelo personal.
Las cosas llegaron a un punto crítico en enero de 1164, cuando Enrique convocó una reunión de todas las personas importantes de Inglaterra. Barones, funcionarios reales y altas personalidades de la Iglesia se reunieron en Clarendon, en Wiltshire, donde el rey trató de reformar el sistema judicial y establecer los principios del Derecho Común. El rey hizo jurar a Tomás y a sus obispos que observarían las leyes y costumbres del país. Estos puntos, más bien vagos, fueron luego enumerados en los 16 artículos de las Constituciones de Clarendon, pero todos fueron redactados a favor del monarca y en detrimento de las libertades y las finanzas de la Iglesia. Como resultado de esta evidente parcialidad, Tomás revocó las Constituciones y su juramento de lealtad. Sin embargo, Tomás no contaba con mucho apoyo dentro de su propia iglesia, ya que el clero sabía perfectamente que las consecuencias de ir en contra de un monarca tan poderoso como Enrique II serían nefastas. Una cumbre de nobles celebrada en Northampton en octubre de 1164 declaró a Tomás culpable de desacato a la autoridad real y, en consecuencia, el arzobispo se vio obligado a huir a la seguridad de un monasterio cisterciense en Potigny, Francia. Enrique confiscó todos los bienes de Tomás.
Regreso del exilio y asesinato
Seis años más tarde y tras la intervención del papa, Tomás regresó a Inglaterra a principios de diciembre de 1170, donde lo esperaba una supuesta reconciliación con su rey. A Tomás se le pidió que volviera a coronar rey a Enrique el Joven después de que el papa decidiera que la coronación original, en la que el arzobispo de York había realizado la ceremonia, era nula. Sin embargo, ni Tomás ni Enrique II habían cambiado realmente sus posturas y los enfrentamientos fueron inevitables. Casi inmediatamente después de su regreso, Tomás comenzó a suspender o excomulgar a los obispos que no lo habían apoyado contra el rey. Cuando un Enrique exasperado comentó "¿Nadie me librará de este sacerdote turbulento?", cuatro caballeros medievales: William de Tracey, Richard le Breton, Hugh de Morville, y su líder Reginald FitzUrse, tomaron esto como una orden literal y buscaron a Tomás para asegurarse de infligirle un daño grave.
Los cuatro caballeros se enfrentaron al arzobispo mientras cenaba en su casa, le presentaron los cargos e insistieron en que los acompañara de vuelta a Westminster. Tomás se negó y, cuando los integrantes de su hogar se unieron para apoyarlo, los caballeros se vieron obligados a retirarse, pero no antes de arrestar al senescal de Tomás, William FitzNigel.
Poco después de este altercado, Tomás se enfrentó de nuevo a los cuatro caballeros, que ahora parecían estar borrachos, en la catedral de Canterbury mientras se celebraba un servicio. Una vez más, los caballeros insistieron en que Tomás los acompañara a Westminster y una vez más el arzobispo se negó. Mientras los caballeros blandían sus espadas, la mayor parte de la congregación huyó de la catedral presa del pánico. Los caballeros tomaron entonces a Tomás, pero este se aferró obstinadamente a una columna. Uno de los caballeros levantó su espada para golpear al arzobispo, pero un empleado, Edward Grim, se interpuso entre los dos. El brazo de Grim resultó gravemente herido y Tomás recibió el resto del golpe en la cabeza. El arzobispo recibió más golpes y se dice que exclamó desafiante: "Por el nombre de Jesús y la protección de la Iglesia, estoy dispuesto a aceptar la muerte" (citado en Barratt, 62). En un frenesí de tajos de espada que hizo que el arma de uno de los caballeros se hiciera añicos contra el suelo de piedra, Tomás Becket fue descuartizado el 29 de diciembre de 1170.
Un rey penitente
El asesinato conmocionó a la clase dirigente e hizo que el rey pasara desapercibido durante un tiempo en Irlanda. Afortunadamente para Enrique, los legados papales acabaron declarando al rey inocente de estar directamente implicado en la muerte de Tomás, por lo que se salvó de la excomunión. Sin embargo, en julio de 1174, Enrique fue obligado a cumplir una penitencia por su participación en el crimen. La penitencia consistió en caminar descalzo hasta la tumba del arzobispo en la catedral en la que fue asesinado, donde obispos y monjes armados con ramas realizaron entonces una flagelación penitencial del rey descamisado. Enrique tuvo que pasar la noche sobre las frías losas de piedra sobre las que se había derramado la sangre y los sesos del arzobispo. Otro golpe para Enrique fue la insistencia del papa en que se retractara de las Constituciones de Clarendon. La Iglesia había ganado por el momento, los sucesores de Enrique cercenarían sus poderes durante el resto de la Edad Media.
Uno de los cuatro caballeros asesinos, Sir Hugh de Morville, Señor de Westmoreland, fue desheredado por el rey y obligado a visitar en persona al papa Alejandro III (en el cargo de 1159 a 1181). El papa indicó entonces a los cuatro caballeros implicados que la única forma de conseguir el perdón por su ruin acción era peregrinar a Tierra Santa. Es posible que Sir Hugh formara parte del séquito de Ricardo I de Inglaterra, quien reinó de 1189 a 1199 y se embarcó en la Tercera Cruzada (1189-1192).
Tomás Becket, por su parte, se convirtió en un mártir contra la tiranía. Pronto se atribuyeron milagros al arzobispo muerto, y su tumba se convirtió en un punto de atracción para los peregrinos. Otro legado del asunto Becket fue que la indignación y la conmoción causadas por su muerte impulsaron a muchos nobles a volverse contra Enrique II. Los barones, junto con el hijo de Enrique y su esposa, Leonor de Aquitania, lanzaron una rebelión de 18 meses contra el rey. La rebelión fue reprimida a finales de 1174, ya que el rey, sabiamente, había invertido en castillos para proteger su control del reino.
Legado y leyendas
Después de que el papa Alejandro III hiciera santo a Tomás Becket en 1173, Santo Tomás de Canterbury pronto se convirtió en un nombre poderoso para invocar la ayuda divina. Por ejemplo, cuando la reina Leonor de Provenza (1223-1291) estaba a punto de dar a luz, su marido Enrique III de Inglaterra (quien reinó de 1216 a 1272) hizo rodear la tumba del santo con 1000 velas e invocó su ayuda. Efectivamente, el niño nació sano y salvo. En el siglo XIV, el arzobispo no fue olvidado. Geoffrey Chaucer (c. 1343-1400) escribió su célebre obra Los cuentos de Canterbury (c. 1388-1400), que es un compendio de historias cuyos personajes peregrinan a la tumba de Tomás Becket en la catedral de Canterbury. De hecho, en esa época, la ciudad era uno de los lugares de peregrinación más populares de la Europa medieval. Tomás se convirtió en el santo patrón de Inglaterra durante un tiempo, se fundó una orden de cruzada en su nombre en su lugar de nacimiento en Cheapside, y el puente de Londres fue reconstruido en piedra como señal de recuerdo al mártir.
La alargada sombra del santo se vio además en la coronación de Enrique IV de Inglaterra (quien reinó de 1399 a 1413) en la abadía de Westminster en 1399. El aceite sagrado que, según se cree, fue entregado milagrosamente a Tomás por la Virgen María, había sido descubierto recientemente escondido en uno de los rincones más oscuros de los sótanos de la Torre de Londres. El aceite, sea cual sea su origen real, fue un complemento útil en la búsqueda de Enrique para legitimar su usurpación del trono de Ricardo II de Inglaterra (quien reinó de 1377 a 1399). El aceite se utilizó en varias coronaciones posteriores, y en la época medieval se decía que garantizaría al monarca ungido el éxito en la recuperación de los territorios perdidos en Francia. Sin embargo, ningún monarca consiguió tal hazaña.
Tomás apareció incluso en lugares insólitos. La estructura de la Torre de Londres se conoció como la Torre de Santo Tomás. En una ocasión, los trabajadores que reconstruían el muro exterior de la Torre de Londres afirmaron que el santo había aparecido allí como un fantasma, el primero de los muchos que se vieron rondando la Torre. Tal vez Tomás estuviera inspeccionando el progreso de la construcción que una vez supervisó como Condestable de la Torre en la década de 1150. La estatura de Tomás Becket no dejó de crecer, ya que su desafío inspiró a los arzobispos posteriores, y se convirtió en una figura para aquellos que veían los beneficios de limitar el poder del monarca. Por esta razón, Enrique VIII de Inglaterra (que reinó de 1509 a 1547) destruyó el santuario de Tomás en Canterbury en 1538 y prohibió su culto. La historia, sin embargo, no lo iba a olvidar.