El método científico se utilizó por primera vez durante la llamada «Revolución Científica» (1500-1700). El método combinaba conocimientos teóricos como las matemáticas con la experimentación práctica mediante instrumentos científicos, análisis y comparaciones de resultados y, por último, revisiones por parte de pares, todo ello para determinar mejor cómo funciona el mundo que nos rodea. De este modo, se podían comprobar de forma rigurosa las hipótesis y se podían formular leyes que explicaran diferentes fenómenos observables. El objetivo de este método científico era no solo aumentar el conocimiento humano, sino hacerlo de forma que beneficiara prácticamente a todos y mejorara la condición humana.
Un nuevo enfoque: La visión de Bacon
Francis Bacon (1561-1626) fue un filósofo, estadista y escritor inglés. Se le considera «el padre de la ciencia moderna» y uno de los fundadores de la investigación científica moderna y del método científico. Propuso un nuevo método combinado de experimentación empírica (observable) y recopilación de datos compartidos para que la humanidad pudiera descubrir por fin todos los secretos de la naturaleza y mejorarse a sí misma. Bacon defendía la necesidad de un estudio empírico sistemático y detallado, ya que era la única forma de aumentar la comprensión de la humanidad y de logar obtener el control de la naturaleza (esto último era lo más importante para él). Este planteamiento suena bastante obvio hoy en día, pero en aquella época, el enfoque altamente teórico del filósofo griego Aristóteles (384-322 a.C.) seguía dominando el pensamiento. Los argumentos verbales se habían vuelto más importantes que lo que realmente podía verse en el mundo. Además, los filósofos de la naturaleza se habían preocupado por saber por qué sucedían las cosas, en lugar de averiguar primero qué ocurría en la naturaleza.
Bacon rechazó el enfoque retrógrado del conocimiento, es decir, el intento aparentemente interminable de dar la razón a los antiguos. Según Bacon, en su lugar debería haber nuevos pensadores y experimentadores, que actuarían como los nuevos navegantes que habían ido más allá de los límites del mundo conocido: Cristóbal Colón (1451-1506) había demostrado que había tierra al otro lado del océano Atlántico; Vasco da Gama (1469-1524) había explorado el globo en la dirección opuesta. Los científicos, como los llamaríamos hoy, tuvieron que ser igual de audaces. Había que probar rigurosamente los conocimientos antiguos para ver si valía la pena conservarlos. Había que adquirir nuevos conocimientos probando a fondo la naturaleza sin ideas preconcebidas. Había que aplicar la razón a los datos recogidos en los experimentos, y compartir abiertamente esos mismos datos con otros pensadores para ponerlos a prueba de nuevo, comparándolos con lo que otros habían descubierto. Por último, este conocimiento debía utilizarse para mejorar la condición humana; de lo contrario, no seriviría de nada buscarlo. Esta era la visión de Bacon. Lo que propuso se hizo realidad, pero con tres factores notables añadidos al método científico. Se trata de las matemáticas, las hipótesis y la tecnología.
La importancia de los experimentos y los instrumentos
Los pensadores siempre habían realizado experimentos, desde figuras antiguas como Arquímedes (287-212 a.C.) hasta los alquimistas de la Edad Media, pero sus experimentos solían ser fortuitos y muy a menudo los pensadores intentaban demostrar una idea preconcebida. En la Revolución Científica, la experimentación se convirtió en una actividad más sistemática y compleja en la que participaban muchas personas diferentes. Este enfoque más riguroso de la recopilación de datos observables fue también una reacción en contra de actividades y métodos tradicionales como la magia, la astrología y la alquimia: mundos antiguos y secretos de recopilación de conocimientos que ahora eran objeto de ataques.
Al principio de la Revolución Científica, los experimentos eran cualquier tipo de actividad que se realizaba para ver qué pasaba, una especie de «todo vale» para satisfacer la curiosidad científica. Sin embargo, es importante señalar que el significado moderno de «experimento científico» es bastante diferente, resumido aquí por W. E. Burns: «la creación de una situación artificial destinada a estudiar principios científicos que se consideran aplicables a todas las situaciones» (95). Sin embargo, es justo decir que el enfoque moderno de la experimentación, con su enfoque altamente especializado donde solo se pone a prueba una hipótesis específica, no habría sido posible sin los experimentadores pioneros de la Revolución Científica.
El primer experimento práctico bien documentado de nuestra época lo realizó William Gilbert utilizando imanes; publicó sus hallazgos en 1600 en On the Magnet («Sobre el imán»). El trabajo fue pionero porque «un aspecto central del trabajo de Gilbert fue la afirmación de que se podían reproducir sus experimentos y confirmar sus resultados: su libro era, en efecto, una colección de recetas experimentales» (Wootton, 331).
Aún quedaban escépticos de la experimentación, que subrayaban que los sentidos podían ser engañados cuando la razón de la mente no podía serlo. Uno de estos escépticos fue René Descartes (1596-1650), pero, en todo caso, él y otros filósofos de la naturaleza que cuestionaron el valor del trabajo de los experimentadores prácticos fueron los responsables de crear una nueva división duradera entre la filosofía y lo que hoy llamaríamos ciencia. El término «ciencia» aún no estaba muy extendido en el siglo XVII; en su lugar, muchos experimentadores se referían a sí mismos como practicantes de la «filosofía experimental». El primer uso en inglés del término experimental method («método experimental») fue en 1675.
El primer esfuerzo verdaderamente internacional en experimentos coordinados fue el desarrollo del barómetro. Este proceso comenzó con los esfuerzos del italiano Evangelista Torricelli (1608-1647) en 1643. Torricelli descubrió que el mercurio podía elevarse dentro de un tubo de vidrio cuando uno de sus extremos se colocaba en un recipiente con mercurio. La presión del aire sobre el mercurio del recipiente hacía subir el mercurio del tubo unos 76 cm por encima del nivel del recipiente. En 1648, Blaise Pascal (1623-1662) y su cuñado Florin Périer llevaron a cabo experimentos con aparatos similares, pero esta vez bajo diferentes presiones atmosféricas, colocando los dispositivos a distintas altitudes en la ladera de una montaña. Los científicos observaron que el nivel de mercurio en el tubo de cristal descendía cuanto más alto se tomaban las lecturas en la montaña.
El químico angloirlandés Robert Boyle (1627-1691) bautizó el nuevo instrumento con el nombre de «barómetro» y demostró de forma concluyente el efecto de la presión atmosférica utilizando un barómetro dentro de una bomba de aire donde había vacío. Boyle formuló un principio que pasó a conocerse como «Ley de Boyle», según la cual la presión ejercida por una determinada cantidad de aire varía de forma inversamente proporcional a su volumen (siempre que las temperaturas sean constantes). La historia del desarrollo del barómetro se convirtió en algo común a lo largo de la Revolución Científica: se observaban fenómenos naturales, se inventaban instrumentos para medir y comprender estos hechos observables, los científicos colaboraban (a veces incluso competían), y así ampliaban el trabajo de unos y otros hasta que, finalmente, se podía concebir una ley universal que explicaba lo que se estaba viendo, ley que podía utilizarse como instrumento de predicción en futuros experimentos.
Experimentos como las demostraciones de la bomba de aire de Robert Boyle y el uso de un prisma por Isaac Newton para demostrar que la luz blanca se compone de luz de distintos colores continuaron la tendencia a la experimentación para demostrar, probar y ajustar teorías. Además, estos esfuerzos ponen de relieve la importancia de los instrumentos científicos en el nuevo método de investigación. El método científico se empleó para inventar instrumentos útiles y precisos que, a su vez, se utilizaron en otros experimentos. La invención del telescopio (c. 1608), el microscopio (c. 1610), el barómetro (1643), el termómetro (c. 1650), el reloj de péndulo (1657), la bomba de aire (1659) y el reloj con resorte rgulador (1675) permitieron realizar mediciones precisas que antes eran imposibles. Los nuevos instrumentos permitían realizar una nueva gama de experimentos y resultaron en el nacimiento de nuevas especialidades como la meteorología, la anatomía microscópica, la embriología o la óptica.
El método científico pasó a incluir los siguientes componentes clave:
- Realización de experimentos prácticos
- Realización de experimentos sin prejuicios sobre lo que deberían demostrar
- Utilización del razonamiento deductivo (crear una generalización a partir de ejemplos concretos) para formar una hipótesis (teoría no comprobada), que luego se pone a prueba mediante un experimento, tras lo cual la hipótesis puede aceptarse, modificarse o rechazarse basándose en pruebas empíricas (observables)
- Realización de múltiples experimentos y hacerlo en distintos lugares y por distintas personas para confirmar la fiabilidad de los resultados
- Revisión abierta y crítica de los resultados de un experimento por parte de pares
- Formulación de leyes universales (razonamiento inductivo o lógico) utilizando, por ejemplo, las matemáticas
- Deseo de obtener beneficios prácticos de los experimentos científicos y la creencia en la idea del progreso científico
(Nota: los criterios anteriores se expresan en términos lingüísticos modernos, no necesariamente en los términos que habrían utilizado los científicos del siglo XVII, ya que la revolución de la ciencia también provocó una revolución en el lenguaje para describirla).
Instituciones científicas
El método científico se arraigó realmente cuando se institucionalizó, es decir, cuando fue respaldado y empleado por instituciones oficiales como las sociedades científicas, donde los pensadores ponían a prueba sus teorías en el mundo real y trabajaban en colaboración. La primera de estas sociedades fue la Academia del Cimento de Florencia, fundada en 1657. Pronto le siguieron otras, como la Real Academia de Ciencias de París en 1667. Cuatro años antes, Londres había obtenido su propia academia con la fundación de la Royal Society. Los miembros fundadores de esta sociedad atribuyeron la idea a Bacon, y estaban dispuestos a seguir sus principios del método científico y su énfasis en compartir y comunicar los datos y resultados científicos. En 1700 se fundó la Academia de Berlín y en 1724 la de San Petersburgo. Estas academias y sociedades se convirtieron en los focos de una red internacional de científicos que se escribían, leían sus obras e incluso se visitaban a medida que se afianzaba el nuevo método científico.
Los organismos oficiales pudieron financiar experimentos costosos y montar o encargar nuevos equipos. Mostraron estos experimentos al público, una práctica que ilustra que lo nuevo aquí no era el acto de descubrir, sino la creación de una cultura del descubrimiento. Los científicos iban mucho más allá de un público en tiempo real y se aseguraban de que sus resultados se imprimieran para un público mucho más amplio (y más crítico) en revistas y libros. Ahí, en la imprenta, los experimentos se describían con todo lujo de detalles y los resultados se presentaban a la vista de todos. De este modo, los científicos podían crear «testigos virtuales» de sus experimentos. Ahora, cualquiera que lo deseara podía participar en el desarrollo de los conocimientos adquiridos a través de la ciencia.