Los mandalas tibetanos de arena son obras de arte que por lo general se crean para fomentar la sanación, la paz y la purificación, así como para estimular la concentración espiritual o psicológica, sobre todo en quienes lo confeccionan y lo contemplan. El mandala, que en sánscrito significa «círculo», es una figura geométrica que representa el universo; y el mandala de arena, que se destruye después de que se completa, resalta la naturaleza transitoria de todo lo que existe en el cosmos.
La imagen del mandala aparece por primera vez entre 1500 y 1100 a.C. en el Rig Veda, la más antigua de las obras que conforman los textos religiosos del hinduismo, conocidos como Vedas. A partir de su introducción se empleó por otras escuelas de pensamiento indias, incluidos el chárvaka, el jainismo y el budismo. La mención más antigua al mandala tibetano de arena se encuentra en Los Anales Azules (The Blue Annals, en tibetano deb ther sngon po), obra que trata sobre la historia del budismo en el Tíbet, escrita entre 1476 y 1478 por el académico budista Gos lo tsa ba Gzhon un dpal, conocido también como Go Lotsawa Zhonnu-pei, quien vivió de 1392 a 1481.
Por lo general los mandalas tienen forma circular, aunque también pueden ser cuadrados o rectangulares. Aparecieron en el arte budista en pinturas murales, en trazados sobre lona y en esculturas como puntos focales de los templos, cientos de años antes que los monjes tibetanos budistas iniciaran la práctica de crear mandalas de arena. A diferencia de las figuras permanentes, el propósito esencial del mandala de arena es su confección seguida de una completa destrucción, sin que quede rastro de todo el proceso, lo que simboliza la naturaleza transitoria de la existencia y del principio budista de no-apego.
Mandalas
Entre 1500 y 500 a.C., durante el período védico, aparece por primera vez en la India la figura del mandala como representación simbólica del universo, con Brahman en su centro como deidad principal. El hinduismo, conocido por sus adeptos como Sanatan Dharma, «Orden Eterno», afirma que Brahman creó y es el universo; y que pronunció a su interior las verdades eternas de la existencia, que resonaron a través del tiempo hasta ser «escuchadas» por los sabios mientras se hallaban en estado de meditación. Estas verdades, entre las que se encontraba la imagen del mandala, se transmitieron de forma oral hasta que se consignaron en época de los Vedas.
Se pensaba que el mandala y las palabras de los Vedas no habían sido creaciones de la mente humana sino que se recibieron del universo. Otros sistemas de creencias indios que empleaban el símbolo sustentaban en mayor o menor grado tal concepción, excepto la escuela materialista chárvaka, que negaba la existencia de un poder superior. Chárvaka hacía uso del mandala para expresar la naturaleza material del mundo sin hacer referencia a deidad alguna, o a la vida posterior a la muerte; por su parte el jainismo, y más tarde el budismo, crearon mandalas teístas. Los académicos Robert E. Buswell, Jr. y Donald S. López, Jr., comentan acerca de la evolución inicial de la imagen:
Los mandalas pueden haber comenzado como simples círculos dibujados en la tierra, que formaban parte de ceremonias rituales de consagración, iniciación o protección. En su forma más desarrollada el mandala se interpreta como el palacio donde reside una deidad primaria que se halla en el centro, rodeada por un cónclave de divinidades acompañantes. Esta figura puede considerarse lo mismo como representación simbólica que como verdadera residencia; puede imaginarse por la mente o construirse físicamente. En este último caso constituye una contribución muy desarrollada e importante a las artes sagradas de muchas culturas asiáticas. (523-534)
En el budismo el mandala se convirtió en una imagen sagrada que confería bendiciones y perspectiva espiritual a su creador y a sus espectadores. Se entiende que el monje artista que crea la figura la recibe de una fuente superior y en consecuencia, que ha sido bendecido con una conexión con lo divino, así como con la disciplina y la concentración necesarias para entregar la imagen al mundo físico. Las pinturas o esculturas de los mandalas se convirtieron en objetos de veneración debido a que se creía que representaban con exactitud la naturaleza de la existencia, pero la forma en que se comprendía esa naturaleza variaba según la interpretación individual. Las intelecciones acerca del mismo mandala realizadas por dos personas distintas no tenían que coincidir respecto a su significado, razón por la que antes se pensaba y aún se piensa que el mandala es una especie de espejo del alma que refleja el estado espiritual o sicológico del que lo observa.
Se entiende que la contemplación de un mandala posibilita el despertar espiritual y el crecimiento psicológico y emocional; en particular, el budismo tibetano cree que apresura la comprensión de la naturaleza del mundo y acelera el proceso de iluminación de la persona. La valoración que el budismo tibetano hace del mandala difiere de la de otras escuelas budistas que insisten en que el proceso para lograr la iluminación total debe ser más lento y gradual.
Budismo y desapego
Según la tradición budista, el príncipe hindú Siddharta Gautama (563-483 a.C.) fundó el budismo tras renunciar a los atuendos mundanos y convertirse en el Buda, «el iluminado». Siddharta se transforma en Buda al arribar a la profunda comprensión que la causa por la cual las personas sufrían radicaba en que insistían en creer que los estados de la existencia eran permanentes e invariables, en un mundo que se hallaba en perpetuo cambio. Al resistirse a la variación y aferrarse a las ilusiones de permanencia, los seres humanos se condenaban a sí mismos a vivir vidas de aflicción que por motivo de su apego a la ilusión e incapacidad de reconocer la verdad, conducían a un ciclo interminable de renacimiento, muerte y renacimiento: a una infinita ronda de sufrimiento.
Buda estableció sus Cuatro Nobles Verdades a partir del reconocimiento básico, subyacente, que la vida es sufrimiento, pero afirmó que existía una manera de vivir sin este dolor de carácter infinito mediante la práctica del desapego:
- La vida es sufrimiento
- La causa del sufrimiento es el deseo
- La erradicación del sufrimiento se produce con la eliminación del deseo
- Existe un camino que conduce a la persona a alejarse del deseo y del sufrimiento
La persona podía lograr una relación más armoniosa con el mundo y consigo misma si adoptaba los preceptos del Camino Óctuple:
- Visión correcta
- Intención correcta
- Palabra correcta
- Acción correcta
- Medio de vida correcto
- Esfuerzo correcto
- Conciencia correcta
- Concentración correcta
Buda se refería a esta vía como el camino medio, en el sentido que el individuo mantenía su equilibrio mediante la adopción de una filosofía y un comportamiento que se ubicaban a mitad de distancia entre el apego a las cosas del mundo y la estricta renuncia a cuestiones como las que practican los estetas y los adeptos del jainismo. Se comenzaba a andar el camino al tomar conciencia que todo lo que se experimentaba en la vida era efímero y carente de significado perdurable. Se podía disfrutar aún de la familia, amigos y posesiones, siempre que se reconociera su naturaleza transitoria.
Los logros personales también debían valorarse, pero solo bajo el entendido que eran de igual modo transitorios, y que no podían sobrevivir a la muerte del individuo. Por lo tanto, las acciones debían realizarse de la mejor forma posible, pero sin abrigar la esperanza de obtener alguna recompensa o gratificación material duraderas. Al adherirse a esta filosofía la persona podía dedicarse a vivir sin temor a la pérdida, a experimentar el dolor que provoca, o a ansiar lo que alguna vez había tenido.
Tras la muerte del Buda sus discípulos desarrollaron sus enseñanzas, lo cual pudo haberse originado en las escuelas Sthaviravada, a menudo citada como la primera escuela Theravada, y Mahasanghika, posible precursora de la escuela Mahayana. En el decurso del tiempo se establecieron tres escuelas principales:
- Budismo Theravada (la Escuela de los Ancianos)
- Budismo Mahayana (El Gran Vehículo)
- Budismo Vajrayana (El Camino del Diamante)
Las tres escuelas afirman que representan las enseñanzas originales del Buda, pero visto con objetividad, ninguna se considera más auténtica que las demás, a pesar de que sus adeptos discrepan sobre el asunto. Las dos primeras subrayan la importancia de la renuncia y del no-apego antes de comenzar a observar el Camino Óctuple. La tercera asevera que el apego por los placeres transitorios se pierde de manera natural a medida que la persona reconoce su verdadera naturaleza y aprecia los valores imperecederos.
Budismo Vajrayana
El budismo Vajrayana se desarrolló en el Tíbet y se sistematizó por el sabio Atisha (982-1054) d. C.), razón por la cual se conoce como budismo tibetano. El nombre Vajrayana traduce como «vehículo adamantino», «vehículo del rayo», o «vehículo del diamante», debido a que la escuela profesa que la iluminación llega de improviso entretanto se realiza el trabajo necesario para lograrla.
Esta es la diferencia fundamental, amén de otras, entre el budismo tibetano y el budismo de las demás escuelas, si bien desde el punto de vista técnico el budismo Vajrayana forma parte del budismo Mahayana. Ambas escuelas, Theravada y Mahayana, subrayan la importancia del proceso de desechar lo que en última instancia carece de significado, e incorporar valores duraderos a medida que la persona hace consciente su propia naturaleza de Buda y despierta. Vajrayana pone el énfasis en el concepto de Tat Tvam Asi, «Tú eres Eso», es decir, en que la persona ya es aquello en lo que desea transformarse, y que solo tiene que hacerlo consciente.
En el Vajrayana, por lo tanto, no existe la necesidad de renunciar a los lazos familiares ni a otros hábitos puesto que en algún punto, a medida que se avanza en el camino, la iluminación caerá como un rayo sobre el individuo, quien reconocerá la naturaleza inalterable de la verdadera realidad y perderá interés en la ilusión. En vez de enfocarse desde el principio en lo que debe rechazar para lograr la iluminación, la persona debe centrar su atención en lo que quiere profesar. El Dalai Lama, a quien a menudo se hace referencia como líder espiritual del budismo a pesar de que solo es la cabeza espiritual de la escuela Vajrayana, destaca este concepto en muchas de sus conferencias, en las que aconseja a las personas que con sencillez vayan en busca de los más elevados valores y comportamientos de sus propias tradiciones religiosas, en lugar de considerar la necesidad de convertirse al budismo para vivir una vida iluminada. A medida que la persona trabaja en su desarrollo espiritual, genera energías positivas que, sin hacer proselitismo, motivan lo mismo en otros, y cada acción que realiza de conformidad con los principios del Camino Óctuple beneficia a los demás tanto como a sí misma.
El mandala tibetano de arena
Todos estos valores y conceptos se resumen y expresan a través del mandala tibetano de arena. La imagen se confecciona por monjes que han dedicado sus existencias a los principios budistas, los cuales toman vida en la creación del mandala que más tarde será destruido. Se concentran en el acto en sí, no en obtener una recompensa duradera por haberlo realizado, y tras crear un objeto de belleza, lo destruyen como gesto de desapego de sus esfuerzos y sus manifestaciones físicas.
Para la creación de un mandala permanente en un templo o santuario, se observan cinco pasos:
- Preparación del trabajo. Se limpia y bendice el material por medio de la oración y de rituales, al igual que se hace con el espacio donde se debe realizar la obra.
- Se dibuja el diseño. El mandala se dibuja con tiza o arcilla sobre su soporte.
- Pintura. Se pinta el mandala que se ha diseñado, con pigmentos hechos a base de minerales.
- Sombreado y acentuación. Se utilizan pigmentos fabricados con materiales orgánicos para añadir profundidad a la imagen y resaltar varios aspectos.
- Terminación. El mandala se frota con delicadeza con una masa para recoger cualquier remanente de pigmentos, se desempolva con un paño seco y se añaden dorados a los aspectos de la pieza cuya importancia se desea destacar.
El mandala tibetano de arena respeta los mismos pasos, pero se introducen diferencias importantes en todo el proceso.
Preparación del trabajo. Se escoge una ubicación para hacer el mandala, que puede ser cualquiera: un aula, un templo o museo, una universidad, el salón de conferencias de un hotel, o un centro de negocios. Se selecciona un espacio del lugar, se purifica con incienso y realizan rituales para consagrarlo. El equipo de monjes encargado de crear el mandala está presente en el ritual, al igual que el monje de mayor categoría, que por lo general es el responsable del diseño.
Dibujo del diseño. Después de elegir el diseño, los monjes lo dibujan con tiza sobre el área o sobre una tabla traída por ellos, la cual se ha bendecido durante el ritual. El diseño, que puede ser circular o cuadrado, puede mostrar a Buda en su centro, o la estrella tibetana, o una de las muchas deidades budistas. Los monjes comienzan a trabajar el diseño desde el centro hacia afuera. A diferencia del mandala permanente en que solo trabaja un artista, dos o más monjes dibujan el diseño.
Pintura. Los monjes utilizan arena coloreada en lugar de pintura y a partir del centro del diseño comienzan a trazar con arena las líneas de la delicada silueta. Por lo general esto se hace con una herramienta llamada chak-pur, que consiste en un cilindro de metal algo más largo y grueso que un lápiz corriente, con una apertura grande por un extremo y una estrecha salida en la punta del otro extremo. El chak-pur se rellena con arena de un solo color, y con una varilla pequeña el monje da ligeros golpes en su costado para aplicarla al diseño. Algunos monjes prefieren trabajar sin el chak-pur y toman puñados de arena que riegan a mano con la ayuda de los dedos pulgar e índice.
Sombreado y acentuación. Una vez que se ha aplicado la arena inicial y el diseño cobra vida, la atención se enfoca en rellenar los espacios entre las líneas con más arena, y luego en acentuar el significado de la pieza. Los monjes trabajan en equipo, por lo general dos en cada una de las cuatro secciones, siempre del centro hacia afuera.
Terminación. Una vez que se completa el mandala, lo cual puede requerir hasta dos semanas o quizá más, se deja para que las personas interactúen y aprendan de él. Transcurrido un tiempo predeterminado los monjes se reúnen alrededor del mandala y efectúan un ritual de cierre, que incluye bendiciones, oraciones y purificaciones. Entonces el monje principal, con un objeto ritual o con el dedo, traza una línea vertical que atraviesa el mandala y luego otra horizontal, con el objetivo de estropear la obra. A partir de ahí los demás monjes participan en su destrucción, y reúnen y amontonan la arena. Según las circunstancias que llevaron a su creación, se introduce algo de arena en pequeñas bolsas plásticas que se regalan a espectadores e invitados a modo de bendición, pero la mayor parte se lleva hasta algún arroyo donde se efectúa el rito de echarla a la corriente de agua, donde forma remolinos para llevarle bendiciones a todo el mundo.
Conclusión
Los monjes entrenan durante años antes de que se les permita participar en la creación de un mandala tibetano de arena. Aprenden a dibujar, a pintar y a dominar las habilidades necesarias para aplicar la arena de manera apropiada. Más importante aún: deben comprender qué significa para ellos el mandala, la forma en sí, y lo que les aporta en términos de espiritualidad. Deben además entender el poder que la figura tiene para los demás, y lo que puede proveerle al mundo en general; asimismo, deben ser capaces de aceptar en toda su extensión el valor del desapego, al crear para los demás algo que quizá ni siquiera se aprecie, y que no perdurará.
El diseño más común es el de un gran palacio en cuyo centro se encuentra la sala del trono, donde el Buda se sienta en silencio y armonía. El salón del trono tiene cuatro entradas orientadas hacia los cuatro puntos cardinales. En la parte exterior de cada entrada se encuentra una deidad o espíritu, en ocasiones todos benevolentes, en otras no, y entre las entradas hay símbolos que representan las corrientes del tiempo y el cambio, o imágenes de otras deidades y espíritus.
Las imágenes específicas que se eligen para aparecer en el mandala se definen de conformidad con la ocasión para la cual se crea la figura, según las reciba y proponga el monje principal. El mandala completo vibra con sus múltiples colores debido a que sugiere la fuerza vital y la naturaleza de Buda que radica en cada criatura; su borde externo se modela para evocar el constante movimiento y cambio del universo, lo cual contrasta con el salón del trono, que se encuentra tranquilo y en paz.
En la mayoría de los mandalas de este tipo todo lo que la imagen muestra fuera del salón del trono se encuentra en movimiento, y se invita al observador a que lo recorra desde el exterior hacia el centro. Al parecer, esta siempre ha sido la forma en que se pensaba que el mandala, con independencia de su diseño, debía interpretarse. El tema recibió mayor atención durante el siglo XX debido a los trabajos del siquiatra suizo Carl Gustav Jung (1875-1961), quien reconoció que la imagen del mandala constituía un arquetipo universal que aparece de una u otra manera en todas las culturas del mundo, a lo largo de la historia.
Jung definió el mandala como «un instrumento de contemplación», que conducía al observador desde el mundo externo de distracción hacia el mundo interior que yace en el centro, donde la persona encuentra estabilidad y paz (Arquetipos, 356). El mandala, acotaba Jung, podía entenderse como una representación del yo. A su paso por la vida, el individuo encuentra diversas distracciones transitorias en las que resulta fácil quedar atrapado, y a menos que las reconozca como desviaciones efímeras cree que son la realidad, las toma con seriedad, y continúa su camino a merced de ellas.
Sin embargo, si la persona se mueve con firmeza hacia su centro y reconoce que su verdadero yo es distinto a los atuendos de su vida, puede llegar a conocer quién es en realidad, en vez de seguir respondiendo a las reflexiones de sí misma que provienen de la vida de los demás y de las circunstancias de su existencia. Conocerse a sí misma le proporciona estabilidad, así como un punto de referencia a partir del cual puede reconocer lo que merece penas y esfuerzos y lo que no. En la medida que el individuo reconoce la facilidad con que puede distraerse y perderse, puede apreciar mejor a los demás y a sus empeños, de manera que el viaje hacia el conocimiento de sí mismo también beneficia a los demás.
El mandala tibetano de arena lleva este reconocimiento un paso más lejos, al explicar todo lo que es la vida durante su breve existencia. El mandala termina con su propia destrucción; después que se desmonta y se limpia el área no queda rastro alguno de su existencia, del mismo modo que ocurre con el nacimiento, vida, muerte y desaparición de las personas, cuya ulterior permanencia, al menos sobre la tierra, solo queda en la memoria de aquellos cuyas vidas ha tocado.