Durante la Edad Media (años 476-1500 aprox.), la Iglesia medieval determinaba la imaginación religiosa de la gente y, por lo tanto, el mundo se interpretaba a través de la lente de la Iglesia (incluso para los cristianos heterodoxos). Los fantasmas no eran una excepción, ya que la Iglesia definía estas apariciones como almas del purgatorio que requerían la intervención humana para encontrar la paz eterna.
En la Alta Edad Media (años 476-1000 aprox.), no había consenso sobre el significado de las apariciones fantasmales ya que, siguiendo el mandato bíblico de «poner a prueba a todos los espíritus», se solía pensar que tales apariciones eran demonios. Sin embargo, cuando la Iglesia empezó a insistir en la realidad del purgatorio, el concepto del fantasma como alma del purgatorio fue ganando terreno.
Las almas con más probabilidades de volver a atormentar a los vivos eran aquellas cuyos rituales funerarios no se habían realizado correctamente o que tenían asuntos pendientes que requerían un cierre, tales como los suicidas, las mujeres que murieron en el parto o quienes murieron de forma repentina y trágica sin tiempo para la confesión y la absolución. Otra razón, frecuentemente relacionada con las anteriores, era la necesidad de los vivos de despedirse adecuadamente y dejar ir a la persona fallecida. Se desarrollaron elaborados rituales para permitir a los vivos sobrellevar la pérdida, liberar sus recuerdos del fallecido para dar descanso a un fantasma y continuar con sus vidas.
Los fantasmas en la Antigüedad
En la Alta Edad Media, la Iglesia se distanció del concepto de fantasma tal y como lo entendía la Roma pagana (como los espíritus incorpóreos de los muertos) y los interpretó como entidades demoníacas. La epístola bíblica de 1 Juan 4:1-3 advierte a los creyentes de que no todos los espíritus son «de Dios» y deben ser evaluados cuidadosamente para determinar si son de origen demoníaco. Si a uno se le presentaba una aparición con la forma de un ser querido fallecido, lo más probable era que se tratara de un demonio que asumía esa forma para condenar a alguien tentándole a cuestionar el plan de Dios.
La Iglesia enseñaba que Dios controlaba en última instancia todos los aspectos de la vida y que, cuando uno moría, había un lugar para cada alma en la otra vida (en el cielo, en el infierno, o en el purgatorio), igual que lo había habido en la jerarquía social de la vida. Un fantasma amenazaba ese entendimiento porque no solo estaba fuera de lugar sino que había regresado a donde ya no pertenecía. Si Dios tenía realmente el control, ¿cómo podía un fantasma salirse del lugar que le había sido asignado en la otra vida para volver con los vivos? La respuesta, que reflejaba el pasaje de 1 Juan 4, era que la aparición no era un «fantasma», sino un demonio disfrazado.
Antes del surgimiento del cristianismo, los fantasmas se consideraban un aspecto natural (aunque incómodo y no deseado) de la existencia humana. Los sistemas de creencias paganas mantenían la misma concepción de los fantasmas que acabaría adoptando la Iglesia: que los espíritus de los muertos podían regresar para pedir ayuda a los vivos en la resolución de asuntos pendientes, para castigar a los vivos por ritos funerarios incompletos o inadecuados, o porque algún aspecto de su muerte les dejaba intranquilos. Sin embargo, al principio la Iglesia medieval se opuso a este concepto.
En el antiguo Egipto, las personas podían escribir cartas a los muertos abordando problemas que iban desde por qué el autor estaba siendo atormentado o experimentaba desgracias hasta preguntar dónde se había colocado algún objeto o documento valioso. En Grecia, la existencia continuada de los muertos dependía de la memoria de los vivos, expresada en monumentos y rituales. Cuanto más vívida era la memoria, más vital era el espíritu en el más allá. Este mismo paradigma fue entendido y observado por los romanos, quienes desarrollaron sociedades en las que un ciudadano pagaba para asegurar, tras su muerte, los ritos funerarios adecuados y un recuerdo continuo. Una aparición, en estos tres sistemas de creencias, era una señal de que el alma del difunto no estaba en reposo y se requería alguna acción por parte de los vivos.
La Iglesia tuvo que distanciarse de esta concepción del mismo modo que hizo con todos los demás aspectos del pensamiento pagano para que su mensaje fuera completamente nuevo. Los fantasmas fueron demonizados del mismo modo que las mujeres, los gatos, la atención a la higiene personal y cualquier otra cosa valorada por los paganos.
El purgatorio
La visión de la Iglesia cambió en los siglos XI y XII con el desarrollo del concepto de purgatorio. Platón (428/427-348/347 a.C.) expresa por primera vez la idea del purgatorio en su diálogo del Fedón (107c-108d), donde retrata a las almas que cargan con el peso de sus pecados (no lo bastante malos para ser condenadas al nivel más bajo del inframundo, el Tártaro, pero no lo bastante buenos para el paraíso de los Campos Elíseos) atrapadas en corrientes que las arremolinan hasta que se han purgado de sus transgresiones. Platón, considerado uno de los «paganos nobles» por la Iglesia, proporcionó al cristianismo gran parte de su dogma fundacional, pero el concepto de purgatorio no se desarrolló plenamente hasta la Plena Edad Media (1000-1300), momento en el que se aceptó como una realidad espiritual.
El purgatorio arraigó en el imaginario popular a través del folclore medieval, especialmente el mito conocido como la Cacería Salvaje, una aparición de los difuntos que se creía que traía la muerte o graves desgracias a cualquiera que la presenciara, pero que también establecía la existencia de un reino donde podían habitar los muertos distinto del cielo o el infierno. La Cacería Salvaje se originó en Escandinavia y se asoció a Odín y sus guerreros del Valhalla. La historia típica involucra a un espectador inocente que sale a hacer algo y ve una partida de caza fantasmal o un grupo de hombres armados, dirigidos por Odín o asociados con él, que aparecen de repente con todo el ruido y los sonidos de los vivos para desaparecer silenciosamente con la misma rapidez.
Este mito pagano nórdico se desarrolló en la Europa cristiana para reflejar los ideales cristianos y, en particular, el concepto de purgatorio. La más famosa de este tipo de historias es La cacería de Herla, recogida por el historiador anglonormando Orderico Vital (1075-1142) en su Historia eclesiástica. Es importante señalar que Vital, un respetado historiador que sigue siendo citado con fiabilidad en la actualidad, no registra la visión como un cuento popular o un rumor, sino como un acontecimiento histórico real que incluso fecha firmemente como ocurrido el 1 de enero de 1091.
Vital relata que un párroco normando llamado Walchelin salió una noche para visitar a un feligrés enfermo en las afueras de la ciudad. De regreso a casa, bajo la luna llena, oyó de repente el ruido de una gran multitud de hombres y caballos y, pensando que se trataba de uno de los barones ladrones que dirigían una incursión nocturna, echó a correr hacia los árboles para esconderse, pero le detuvo un caballero alto con una maza que le ordenó quedarse quieto y observar. A la luz de la luna llena, Walchelin vio aparecer una extraña procesión que pasó junto a él. Vital escribe:
Apareció una gran multitud a pie, llevando sobre sus cuellos y hombros animales y ropas y toda clase de muebles y enseres domésticos que los asaltantes suelen apoderarse como botín. Todos se lamentaban amargamente y se exhortaban mutuamente a darse prisa. El sacerdote reconoció entre ellos a muchos de sus vecinos que habían muerto recientemente, y les oyó lamentarse de los tormentos que sufrían a causa de sus pecados... Un desgraciado, fuertemente atado, era azuzado por un demonio con espuelas al rojo vivo. Luego vino una tropa de mujeres montadas de lado en asientos tachonados con clavos ardientes. De hecho, era por las seducciones y los placeres obscenos en los que se habían regodeado sin restricción en la tierra por lo que ahora soportaban el fuego y el hedor y otras agonías demasiado numerosas para contarlas, y expresaban sus sufrimientos con fuertes lamentos. El sacerdote reconoció a varias mujeres nobles en esta tropa y también vio los caballos y mulas con las literas para mujeres vacías que pertenecían a muchas que aún estaban vivas. (Brooke, 147-148)
El caballero alto finalmente deja al sacerdote para unirse a la procesión y, después, Walchelin intenta tomar uno de los caballos espectrales para llevarlo a su parroquia como prueba de lo que ha visto. Es detenido por un grupo de caballeros que intentan obligarle a entrar en la procesión, pero es rescatado por otro que se identifica como Guillermo de Glos, hijo de Barnon, quien pide a Walchelin que acuda a su familia y corrija el mal que ahora le atormenta. Walchelin se niega a aceptar la misión y el espíritu de Guillermo le agarra por el cuello para obligarle a obedecer, pero otro caballero se lo impide.
Este nuevo caballero ahuyenta al espíritu enfurecido y se identifica como el fantasma del hermano muerto de Walchelin, Robert. Robert proporciona varios detalles que prueban que es quien dice ser y advierte a Walchelin de que le habrían llevado en la procesión por intentar robar el caballo de los muertos, pero la misa que cantó ese mismo día agradó tanto a Dios que se ha salvado. Robert advierte a Walchelin que se arrepienta de sus propios pecados antes de morir y le pide oraciones para librarse de la procesión antes de volver a la larga fila de los muertos y, en ese momento, todo el grupo se desvaneció.
Walchelin regresó a casa y permaneció enfermo durante una semana antes de poder hablar y moverse de nuevo. Incluso después de recuperarse, llevaba la cicatriz en la garganta donde la mano al rojo vivo del espíritu de Guillermo de Glos le había agarrado. Según Vital, el propio Walchelin le relató la historia con todo detalle.
Esta versión de la Cacería Salvaje es la visión más completa de una existencia purgatorial y presenta todos los elementos que se desarrollarían más plenamente más tarde: el castigo por el pecado y el tormento del pecador, la sentencia del alma en el purgatorio afectada por las oraciones de los vivos, y la esperanza de redención y elevación al cielo una vez expiados los pecados. Este concepto modificó la concepción de los fantasmas, que pasaron de ser entidades demoníacas a espíritus que necesitaban ayuda. El problema de cómo Dios podía permitir que los espíritus regresaran a la tierra se resolvió en que Dios estaba proporcionando a los vivos la oportunidad de participar en la redención ayudando a las almas de los difuntos a corregir sus errores y hacer las paces.
Historias de fantasmas y tipos
Las historias de fantasmas solían presentarse en forma de anécdotas y cuentos populares, pero historiadores reputados como Vital también las registraron como hechos comunes a la vida de la época. El historiador Guillermo de Newburgh (1136-1198) recogió varios de estos relatos y afirmó que, si decidiera dedicarse por completo a registrar historias de fantasmas, su trabajo no acabaría nunca, ya que eran muy comunes. Sus relatos más conocidos se refieren a espíritus aparecidos en los alrededores de la abadía de Byland, en el norte de Yorkshire (Inglaterra). Todos ellos siguen el modelo familiar de una aparición sufriente que se dirige a una persona y le pide ayuda que, una vez concedida, permite al espíritu descansar.
Estos espíritus se representan a veces con la forma familiar que tienen los espectros, como una sábana o una vela pálida con vagos contornos humanos flotando en el aire, pero más a menudo se registran como muertos andantes según la concepción nórdica. En la creencia nórdica, había dos tipos de fantasmas: el haugbi y el draugr. El haugbi era inofensivo a menos que se perturbara su tumba, pero el draugr era un espíritu malévolo que caminaba por la noche destruyendo propiedades y matando a personas y animales.
Guillermo de Newburgh cuenta varias historias relacionadas con ambos tipos de fantasmas, así como otras con apariciones espectrales, pero el tipo draugr es el que aparece con más frecuencia. Una de esas historias se refiere al fantasma de un hombre llamado Robert Botelby, de Kilburn, que había muerto y estaba enterrado en el cementerio de Byland Abbey. Por la noche, el espectro se paseaba por la ciudad, seguido de perros que ladraban y gruñían, perturbando el sueño de la gente y causando otros problemas. Finalmente fue apresado por unos jóvenes que lo llevaron a la iglesia, donde el sacerdote ordenó al espíritu que hablara y confesara sus pecados. Tras la confesión y la absolución, el fantasma pudo descansar en paz y los habitantes del pueblo dejaron de estar preocupados.
En otra historia, una viuda es perseguida repetidamente por el cadáver andante de su marido recientemente fallecido. Tres noches seguidas, el fantasma aparece en su dormitorio e intenta tener relaciones sexuales con ella y, cuando ella lo rechaza, se pasea por las casas de los vecinos, causando más problemas. Nadie puede hacer nada contra él y, a medida que pasa el tiempo, empieza a aparecerse a todas horas del día, hasta que finalmente el obispo le da la absolución por sus pecados y el fantasma deja de aparecer.
Estas historias son muy distintas de las de las sagas nórdicas, en las que un héroe como Grettir Asmundson debe derrotar físicamente y volver a matar al molesto draugr, o cuando los habitantes de los pueblos escandinavos capturan a un fantasma, lo decapitan y queman el cadáver (aunque en la obra de Guillermo aparecen algunos relatos de este tipo). En la mayoría de las historias de fantasmas de la Edad Media cristiana, el arma más eficaz contra los fantasmas, o para ayudarles, son las palabras. El clero cristiano se convertía ahora en las figuras heroicas que vencían a los draugr o aliviaban el alma en pena dando la absolución y entregándolas a la misericordia de Dios.
Memoria y liberación
Parte de esta entrega tenía que ver con dirigirse a la memoria de los vivos. La idea de que los muertos vivían a través de la memoria de la gente era tan poderosa en la Edad Media como en la antigüedad y aún en el presente. La gente necesitaba contar con algún medio que les permitiera honrar a sus seres queridos difuntos, llorarlos y dejarlos marcharse.
Esta necesidad fue satisfecha por un movimiento dentro de la Iglesia, en el que se pagaba una cierta cantidad de dinero a una especie de fondo fiduciario con el que se mantenía a un sacerdote que cantaba una misa por el alma después de la muerte. Estas misas ayudaban a aliviar el alma en el purgatorio y reducir el tiempo que tenía que pasar allí. La Iglesia también instituyó la práctica de vender indulgencias (escritos que prometían menos tiempo en el purgatorio por una determinada suma) para que los supervivientes pudieran estar seguros de que el tiempo de sufrimiento de sus seres queridos sería breve y pronto serían elevados al paraíso.
Los monumentos con el nombre del difunto grabado, los libros y rituales, los edificios religiosos erigidos en su honor y las liturgias eclesiásticas servían para aliviar a la familia en duelo de la carga del recuerdo, de modo que pudieran seguir adelante con sus vidas y dejar atrás el pasado. El académico Jean-Claude Schmitt comenta:
La memoria era un recuerdo litúrgico, reforzado por la inscripción de los nombres de los difuntos dignos de ser conmemorados en los libri memoriales, las necrológicas y los obituarios de monasterios y conventos. El memento litúrgico se recitaba específicamente con ocasión de las misas rezadas por la salvación del difunto... Pero esta palabra «recuerdo» es en realidad engañosa, ya que el objetivo de la memoria era ayudar a los vivos a separarse de los muertos, acortar la estancia de estos últimos en el purgatorio y, finalmente, permitir a los vivos olvidar a los difuntos. (5)
No se podía olvidar al ser querido difunto mientras se estuviera preocupado por su posible regreso o distraído por el estado de su alma en el purgatorio. La Iglesia proporcionó los medios para honrar al ser querido, tener confianza en su salvación y en la reducción de su pena en el purgatorio, y seguir adelante con la propia vida sin el peso de la culpa, la pena o el miedo.
Conclusión
Desgraciadamente, las buenas intenciones que la Iglesia pudo haber tenido al principio al proporcionar estos servicios se convirtieron rápidamente en corrupción, amplificada por la codicia. A medida que la Iglesia se corrompía a lo largo de la Edad Media, abusos como las indulgencias se hicieron cada vez más comunes. El concepto de purgatorio, tal como lo concebía la Iglesia medieval, no aparece en ninguna parte de la Biblia, aunque los cristianos actuales interpretan algunos pasajes de 1 Corintios, 1 Pedro, Mateo y otros en su favor. Nadie en la actualidad, sin embargo, discutiría el valor espiritual de la venta de indulgencias, con las que la Iglesia ganaba enormes cantidades de dinero. Las indulgencias, de hecho, fueron inicialmente el principal punto de discordia entre Martín Lutero (1483-1546) y la Iglesia al comienzo de la Reforma protestante.
Jean-Claude Schmitt observa que «los muertos no tienen otra existencia que la que los vivos imaginan para ellos» (1). Cada cultura que ha existido ha interpretado el más allá y el alma dentro de los parámetros de su comprensión religiosa, y esto no fue diferente en la Europa medieval, en la antigua Roma o en la actualidad. Al tratar de explicar los fantasmas, la Iglesia medieval instituyó políticas que, aunque bienintencionadas en un principio, fueron presa de la codicia y la explotación humanas básicas.
La desilusión de muchos con la Iglesia tras la Reforma protestante se extendió a su interpretación de los fantasmas y la existencia del purgatorio. En la época del Renacimiento, los fantasmas volvían a ser vistos principalmente como fraudes demoníacos que se hacían pasar por seres queridos difuntos (como se menciona en Hamlet II.ii.610-611 de Shakespeare). Durante el periodo de la Ilustración, cuando el diablo y el infierno recibieron menos atención por parte de escritores, teólogos y filósofos, los fantasmas se convirtieron en personajes habituales de obras de teatro y cuentos con moraleja; seguían siendo capaces de asustar al público, pero, en su mayor parte, se consideraron ficciones inofensivas como muchos los ven hoy en día.