La muerte negra o peste negra es el nombre que se le ha dado al brote de plaga que se produjo en Europa entre los años 1347 y 1352. El término solo fue acuñado después del año 1800 haciendo alusión a los bubones negros (tumores) que crecían en la región inguinal, las axilas y alrededor de las orejas en aquellas personas infectadas por la peste que inflamaba los ganglios linfáticos; en aquel tiempo, la gente llamaba a esto «pestilencia», entre otros términos. La peste vino del este, donde se propagó rápidamente entre 1346-1360 y fue una combinación de tres pestes: la bubónica, la septicémica y la neumónica.
Una de las fuentes primarias sobre el brote fue la literatura del escritor y poeta italiano Giovanni Boccaccio (1313-1375), mejor conocido por su obra el Decamerón (escrita entre 1349 y 1353), la cual relata la historia de diez personas que se entretienen echando cuentos mientras se encuentran aisladas de la peste. En el primer capítulo, antes de introducir a los personajes, Boccaccio describe la manera en que en 1348, la muerte o peste negra golpeó la ciudad de Florencia, así como la reacción de la gente; además describe la asombrosa cantidad de muertos que al final llegaría a la cifra de unos 30-50 millones antes de que perdiera su fuerza. El brote alteró por completo la estructura social europea, así como el sistema de creencias de muchos supervivientes.
Reseña sobre la peste
La peste fue causada por la bacteria Yersinia pestis; las pulgas portadoras infestaban a los roedores, principalmente a las ratas, siendo así transportadas entre diferentes regiones a través del comercio o por las tropas que iban y venían de sus despliegues en el terreno. Sin embargo, esta bacteria no fue aislada ni identificada sino hasta 1894, por lo que en el siglo XIV, la gente no tenía idea de lo que causaba la muerte o peste negra ni tampoco cómo combatirla. Por lo tanto, la enfermedad fue atribuida a la ira de Dios, principalmente, aunque las comunidades marginadas de la sociedad (como fue el caso de los judíos) fueron señaladas como su causa y de acuerdo a esto, sus miembros fueron perseguidos. Sin embargo, la mayor parte de las respuestas tenían como objetivo calmar la ira divina y hubo pocos esfuerzos prácticos, al menos al principio, por controlar la propagación de la enfermedad.
La peste entró en Europa por el este transportada por los barcos de comercio genoveses, pero también se piensa que posiblemente se propagó por las redes comerciales de la Ruta de la Seda. La enfermedad estaba causando importantes pérdidas en el este desde por lo menos el año 562 (se piensa sea la continuación de la plaga de Justiniano que se produjo desde 541-542 en adelante) y se aplacó en 749; luego recrudeció nuevamente en 1218. Después fue disminuyendo una vez más hasta 1332 y en 1346 se desató plenamente antes de viajar a Europa.
La mayoría de los estudiosos están de acuerdo en que el punto de origen son los barcos genoveses de la ciudad portuaria de Caffa (también escrita Kefe) en el Mar Negro (hoy Feodosia o Teodosia en Crimea). Esta ciudad estaba bajo asedio por la Horda de Oro comandada por el kan Jani Beg, mejor conocido como Djanibek (que reinó entre 1342 y 1357), cuyas tropas estaban infectadas por la plaga en Oriente Próximo. Cuando morían los soldados, Djanibek ordenaba que sus cuerpos fueran catapultados sobre los muros de Caffa y se piensa que esto es lo que pudo haber infectado la población de la ciudad. Las naves mercantes que escaparon llegaron primero a Sicilia, después a Marsella y a Valencia, infectándolas, y luego la peste se propagó por toda Europa.
La narración de Boccaccio
En 1348, la peste golpeó a Florencia (Italia), la ciudad natal de Boccaccio, y mató a su madrastra (su madre ya había muerto, posiblemente de la peste). Su padre trabajaba en finanzas y comercio y tuvo el cargo gubernamental de Ministro de abastecimiento antes de morir, probablemente de la peste, en 1349, el mismo año en que Boccaccio empezó a escribir el Decamerón. Esta obra presenta a diez jóvenes (siete mujeres y tres varones) quienes escaparon de Florencia durante la peste y se refugiaron en una villa en el campo. Para entretenerse contaban historias y estas constituyen el grueso del libro.
En la introducción del Decamerón, el narrador comienza dando los detalles del brote en la ciudad; esta parte sirve de trasfondo antes de que aparezcan los diez personajes principales; en medio de la plaga, todos ellos se reúnen en una iglesia vacía de la ciudad antes de decidir irse al campo. No está claro si Boccaccio estaba presente o no en Florencia cuando la peste estaba causando estragos en esa ciudad, pues es posible que en 1348 su padre lo hubiera enviado a Nápoles por negocios, pero ciertamente él pudo haber sido testigo y así dar testimonio de la devastación de la ciudad. Aunque la introducción sea parte de una obra de ficción está considerada como una descripción fidedigna de la vida en Florencia durante la peste ya que coincide con otros apuntes.
Aunque Boccaccio afirme que el primer síntoma de la enfermedad sea la aparición de los bubones, la mayoría de los registros indican que la peste comenzaba con fiebre, seguida de dolores en el cuerpo y fatiga y luego, los bubones salían en el cuerpo. Es posible que Boccaccio haya hecho uso de la licencia poética e invertido el orden de los síntomas para presentar desde un comienzo lo peor, a fin de darle un efecto dramático, pero podría ser simplemente que esta fue su experiencia personal de la peste.
El texto
Lo que sigue es un extracto del Decamerón tal y como fue traducido por Mariano Blanch en 1878. El relato ha sido editado por motivos de espacio y las partes omitidas están indicadas con elipsis.
Digo, pues, que ya habían los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios llegado al número de mil trescientos cuarenta y ocho cuando a la egregia ciudad de Florencia… llegó la mortífera peste que o por obra de los cuerpos superiores o por nuestras acciones inicuas fue enviada sobre los mortales por la justa ira de Dios para nuestra corrección que había comenzado algunos años antes en las partes orientales privándolas de gran cantidad de vivientes, y, continuándose sin descanso de un lugar en otro, se había extendido miserablemente a Occidente. Y no valiendo contra ella ningún saber ni providencia humana (como la limpieza de la ciudad de muchas inmundicias ordenada por los encargados de ello y la prohibición de entrar en ella a todos los enfermos y los muchos consejos dados para conservar la salubridad) ni valiendo tampoco las humildes súplicas dirigidas a Dios por las personas devotas no una vez sino muchas ordenadas en procesiones o de otras maneras, casi al principio de la primavera del año antes dicho empezó horriblemente y en asombrosa manera a mostrar sus dolorosos efectos.
Y no era como en Oriente, donde a quien salía sangre de la nariz le era manifiesto signo de muerte inevitable, sino que en su comienzo nacían a los varones y a las hembras semejantemente en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo, y algunas más y algunas menos, que eran llamadas bubas por el pueblo. Y de las dos dichas partes del cuerpo, en poco espacio de tiempo empezó la pestífera buba a extenderse a cualquiera de sus partes indiferentemente, e inmediatamente comenzó la calidad de la dicha enfermedad a cambiarse en manchas negras o lívidas que aparecían a muchos en los brazos y por los muslos y en cualquier parte del cuerpo, a unos grandes y raras y a otros menudas y abundantes. Y así como la buba había sido y seguía siendo indicio certísimo de muerte futura, lo mismo eran éstas a quienes les sobrevenían. Y para curar tal enfermedad no parecía que valiese ni aprovechase consejo de médico o virtud de medicina alguna; así, o porque la naturaleza del mal no lo sufriese o porque la ignorancia de quienes lo medicaban (de los cuales, más allá de los entendidos había proliferado grandísimamente el número tanto de hombres como de mujeres que nunca habían tenido ningún conocimiento de medicina) no supiese por qué era movido y por consiguiente no tomase el debido remedio, no solamente eran pocos los que curaban sino que casi todos antes del tercer día de la aparición de las señales antes dichas, quién antes, quién después, y la mayoría sin alguna fiebre u otro accidente, morían.
Y esta pestilencia tuvo mayor fuerza porque de los que estaban enfermos de ella se abalanzaban sobre los sanos con quienes se comunicaban, no de otro modo que como hace el fuego sobre las cosas secas y engrasadas cuando se le avecinan mucho. Y más allá llegó el mal: que no solamente el hablar y el tratar con los enfermos daba a los sanos enfermedad o motivo de muerte común, sino también el tocar los paños o cualquier otra cosa que hubiera sido tocada o usada por aquellos enfermos, que parecía llevar consigo aquella tal enfermedad hasta el que tocaba…
Y había algunos que pensaban que vivir moderadamente y guardarse de todo lo superfluo debía ofrecer gran resistencia al dicho accidente y, reunida su compañía, vivían separados de todos los demás recogiéndose y encerrándose en aquellas casas donde no hubiera ningún enfermo y pudiera vivirse mejor, usando con gran templanza de comidas delicadísimas y de óptimos vinos y huyendo de todo exceso, sin dejarse hablar de ninguno ni querer oír noticia de fuera, ni de muertos ni de enfermos, con el tañer de los instrumentos y con los placeres que podían tener se entretenían. Otros, inclinados a la opinión contraria, afirmaban que la medicina certísima para tanto mal era el beber mucho y el gozar y andar cantando de paseo y divirtiéndose y satisfacer el apetito con todo aquello que se pudiese, y reírse y burlarse de todo lo que sucediese; y tal como lo decían, lo ponían en obra como podían yendo de día y de noche ora a esta taberna ora a la otra, bebiendo inmoderadamente y sin medida y mucho más haciendo en los demás casos solamente las cosas que entendían que les servían de gusto o placer. Todo lo cual podían hacer fácilmente porque todo el mundo, como quien no va a seguir viviendo, había abandonado sus cosas tanto como a sí mismo, por lo que las más de las casas se habían hecho comunes y así las usaba el extraño, si se le ocurría, como las habría usado el propio dueño…
Muchos otros observaban, entre las dos dichas más arriba, una vía intermedia: ni restringiéndose en las viandas como los primeros ni alargándose en el beber y en los otros libertinajes tanto como los segundos, sino suficientemente, según su apetito, usando de las cosas y sin encerrarse, saliendo a pasear llevando en las manos flores, hierbas odoríferas o diversas clases de especias, que se llevaban a la nariz con frecuencia por estimar que era óptima cosa confortar el cerebro con tales olores contra el aire impregnado todo del hedor de los cuerpos muertos y cargado y hediondo por la enfermedad y las medicinas…
Y aunque estos que opinaban de diversas maneras no murieron todos, no por ello todos se salvaban, sino que, enfermándose muchos en cada una de ellas y en distintos lugares (habiendo dado ellos mismos ejemplo cuando estaban sanos a los que sanos quedaban) abandonados por todos, languidecían ahora… un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble, los padres y las madres a los hijos, como si no fuesen suyos, evitaban visitar y atender…
Y bastantes acababan en la vía pública, de día o de noche; y muchos, si morían en sus casas, antes con el hedor corrompido de sus cuerpos que de otra manera, hacían sentir a los vecinos que estaban muertos; y entre éstos y los otros que por toda parte morían, una muchedumbre… Tampoco eran éstos con lágrimas o luces o compañía honrados, sino que la cosa había llegado a tanto que no de otra manera se cuidaba de los hombres que morían que se cuidaría ahora de las cabras… A la gran multitud de muertos mostrada que a todas las iglesias, todos los días y casi todas las horas, era conducida, no bastando la tierra sagrada a las sepulturas (y máxime queriendo dar a cada uno un lugar propio según la antigua costumbre), se hacían por los cementerios de las iglesias, después que todas las partes estaban llenas, fosas grandísimas en las que se ponían a centenares los que llegaban, y en aquellas estibas, como se ponen las mercancías en las naves en capas apretadas, con poca tierra se recubrían hasta que se llegaba a ras de suelo…
¿Qué más puede decirse, dejando el campo y volviendo a la ciudad, sino que tanta y tal fue la crueldad del cielo, y tal vez en parte la de los hombres, que entre la fuerza de la pestífera enfermedad y por ser muchos enfermos mal servidos o abandonados en su necesidad por el miedo que tenían los sanos, a más de cien mil criaturas humanas, entre marzo y el julio siguiente, se tiene por cierto que dentro de los muros de Florencia les fue arrebatada la vida, que tal vez antes del accidente mortífero no se habría estimado haber dentro tantas?...
(Boccaccio, Decamerón, Proemio, págs. 6-13/695, traducción del italiano de Mariano Blanch.)
Conclusión
La observación hecha por Boccaccio de que las súplicas religiosas no sirvieron para nada fue reportada por otras fuentes referentes a la peste, las cuales, como las de él, dejan claro que no había ninguna respuesta que fuera más útil. Varios folletos fueron publicados para aconsejar a la gente, pero estas recomendaciones no fueron más efectivas de lo que consiguieron los rezos, el ayuno o la penitencia. El estudioso Donald Nardo toma nota de esto cuando hace una paráfrasis de la cita del autor medieval italiano Tommaso del Garbo, quien ofreció consejos prácticos destinados a la gente que entraba a la casa de las personas infectadas.
Los notarios, confesores, familiares y médicos que visiten las casas de las víctimas de la peste, al entrar, deberán abrir las ventanas para que el aire se renueve y lavarse las manos con vinagre y agua de rosas, también sus rostros, especialmente alrededor de la boca y la nariz. Antes de entrar en la habitación, es buena idea que se pongan varios clavos de olor en la boca y que coman dos pedazos de pan mojado con el mejor vino y después que beban el resto del vino. Luego, al dejar la estancia, deben frotarse el cuerpo y las muñecas con una esponja impregnada de vinagre. Atención para no acercarse demasiado al paciente. (Nardo, Living in the Middle Ages, p. 88. Cita traducida del texto en inglés.)
Sin embargo, nada de esto probó ser eficaz contra la peste, excepto la recomendación de mantenerse alejado de la persona infectada, lo que hoy se conoce como «distanciamiento social». La ciudad portuaria de Ragusa (hoy Dubrovnik en Croacia), que en aquel entonces estaba controlada por Venecia, fue la primera en implementar medidas prácticas en este sentido al poner en aislamiento a las naves durante treinta días bajo la política del trentino (30 días), la cual más tarde fue extendida a cuarenta días bajo la ley del quarantino (40 días), término del cual procede la palabra «cuarentena» en español. La cuarentena y el distanciamiento social fueron, por lo tanto, las únicas medidas prácticas tomadas para frenar la propagación de la enfermedad y parece que hayan sido las únicas disposiciones que tuvieron efecto.
Las respuestas religiosas a la peste fueron numerosas e incluyeron procesiones públicas de flagelantes, quienes pasaban por las ciudades, pueblos, aldeas y campos; se azotaban mientras que suplicaban por el perdón de Dios por los pecados de la humanidad. Estos movimientos finalmente fueron condenados por el papa por ser ineficaces, pero para la gente de aquel tiempo, cualquiera otra respuesta religiosa era igualmente inútil. El fracaso percibido de la religión para frenar, o al menos aliviar, el sufrimiento y la mortandad causados por la peste hizo que muchos se apartaran de la Iglesia medieval para encontrar respuesta en otros lugares, un impulso que con el tiempo dio lugar a la visión humanística del mundo en el Renacimiento.