La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (en francés: Declaration des Droits de l'Homme et du Citoyen) es un documento de derechos humanos adoptado en las primeras etapas de la Revolución francesa (1789-1799). Inspirada en los principios de la Ilustración, la Declaración constaba de 17 artículos y sirvió de preámbulo a la Constitución francesa de 1791.
Redactado originalmente por Gilbert du Motier, marqués de Lafayette (1757-1834), el documento se basaba en conceptos como la teoría de la voluntad general de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), la separación de poderes y la idea de que todos los hombres estaban sujetos a derechos humanos universales y naturales. La Declaración, adoptada por primera vez en agosto de 1789, sirvió como afirmación de los valores fundamentales de la Revolución francesa y tuvo un gran impacto en el desarrollo de la libertad y la democracia en Europa y en todo el mundo.
Aunque en un principio se consideraba un documento casi sagrado, la Declaración sería modificada varias veces durante la Revolución, primero para adaptarla a la Constitución de 1793, y de nuevo para la Constitución de 1795 (Año III en el calendario republicano francés). Sin embargo, la versión original de 1789 sigue siendo la más relevante desde el punto de vista histórico y se ha incluido en los preámbulos de las constituciones tanto de la Cuarta República Francesa (1946-1958) como de la actual Quinta República Francesa (1958-actualidad).
Orígenes
El verano de 1789 fue una época esperanzadora para Francia. Los tres estamentos de la Francia prerrevolucionaria se habían reconciliado en una única Asamblea Nacional Constituyente, que había desmantelado los grilletes del feudalismo y privado a la nobleza y al clero de sus privilegios con los Decretos de Agosto. El pueblo llano se había hecho oír con el asalto a la Bastilla el 14 de julio, obligando al testarudo rey Luis XVI de Francia (que reinó de 1774 a 1792) a acatar la Revolución a regañadientes y temporalmente. Con los meses sangrientos del Reinado del Terror (1793-94) todavía en el futuro, el verano de 1789 fue testigo de una Revolución pacífica y ordenada, en la que la reconciliación con el rey todavía parecía posible, y las guerras revolucionarias francesas no eran todavía una conclusión inevitable. Para muchos franceses, este verano era una promesa de que una vida mejor estaba a la vuelta de la esquina.
En medio de este ambiente optimista, la Asamblea aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre el 26 de agosto de 1789. El documento, que incluía un texto de preámbulo y diecisiete artículos, estaba destinado a ser meramente provisional, que luego sería enmendado cuando la Asamblea se embarcara en la laboriosa tarea de negociar una nueva constitución. Sin embargo, cuando se terminó la constitución dos años después, nadie se atrevió a ofrecer revisiones a la Declaración. Para entonces, se había convertido en algo prácticamente sagrado.
La Declaración francesa, nacida de los ideales de la Ilustración, se inspiró en la reciente Revolución de las Trece Colonias, que muchos diputados de la Asamblea veían como la principal historia de éxito de la libertad triunfando sobre la tiranía. No es de extrañar entonces que el autor original de la Declaración fuera Lafayette, un campeón de las libertades americanas que ahora pretendía ofrecer esas libertades a sus propios compatriotas. Apoyado por otros veteranos franceses de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos (1775-1783), Lafayette propuso por primera vez a la Asamblea la necesidad de afirmar los derechos naturales de los ciudadanos el 11 de julio, apenas tres días antes de la caída de la Bastilla. El asalto a la Bastilla, que fortaleció la Revolución y dio al propio Lafayette una posición de autoridad como comandante de la Guardia Nacional, difícilmente podría haber parecido un mandato mejor para que continuara su trabajo.
Lafayette trabajó estrechamente bajo la dirección de su amigo personal Thomas Jefferson (1743-1824), que entonces era embajador de Estados Unidos en Francia. Aunque Jefferson declinó la oferta de la Asamblea de asesorarles de manera formal, alegando deberes con su propio país, se aseguró de leer todos los borradores que Lafayette le enviaba, ofreciendo ediciones y consideraciones cuando lo consideraba oportuno. Naturalmente, la Declaración francesa resultante reflejaba fielmente los ejemplos estadounidenses, en concreto la Declaración de Derechos de Virginia y la Declaración de Independencia de Estados Unidos, ambas redactadas por Jefferson. Como señala el historiador Ian Davidson, las declaraciones francesa y estadounidense son similares no solo en su defensa de los derechos naturales del hombre, sino también como declaraciones de guerra y manifiestos contra la tiranía: la Declaración de Independencia fue una declaración de guerra contra el rey Jorge III de Gran Bretaña (que reinó de 1760 a 1820), mientras que la Declaración de los Derechos del Hombre francesa fue una declaración de guerra contra el Antiguo Régimen.
Sin embargo, la Declaración de Derechos francesa no estuvo exenta de críticas. A algunos de los miembros de la Asamblea no les gustó que Lafayette emulara la experiencia americana, señalando que se trataba de dos situaciones completamente diferentes; Estados Unidos era una nación nueva, que estaba creando una identidad propia desde cero tras deshacerse del yugo de sus gobernantes coloniales. En cambio, Francia era una nación antigua, que había conocido el gobierno de los reyes durante más de un milenio. En lugar de crear un gobierno completamente nuevo, Francia se enfrentó a la dificultad de establecer un nuevo cuerpo político dentro de los límites de un gobierno existente y de incluir la presencia del rey en cualquier Declaración de Derechos que aprobara. Como el Conde de La Blanche describió crudamente la comparación, "no debemos olvidar que los franceses no son un pueblo que acaba de salir de las profundidades del bosque para formar una asociación original" (Schama, 443).
Esto llevó a un debate dentro de la Asamblea sobre cómo debería ser exactamente una versión acabada de la Declaración. Los diputados de la facción monarchien (monárquica) argumentaron que la Asamblea debía centrarse en los derechos del rey con tanto vigor como en los derechos del ciudadano. Para los monárquicos era fundamental que el rey siguiera siendo el poder ejecutivo supremo de Francia, con derecho de veto absoluto sobre cualquier decisión que tomara la Asamblea.
En marcado contraste se encontraban los diputados antirrealistas, algunos de los cuales creían que tenían el deber de ir aún más lejos que los estadounidenses. El más importante de ellos era el abate Emmanuel-Joseph Sieyès (1748-1836), cuyo panfleto "¿Qué es el Tercer Estado?" había contribuido significativamente a la creación de la Asamblea. Sieyès criticó a los estadounidenses por ser limitados en su visión, aferrándose a viejas ideas de poder y autoridad, y contribuyó a elaborar nuevos borradores que se ajustaban más a su objetivo de un "pueblo que retoma su plena soberanía" (Furet & Ozouf, 821).
El debate sobre la Declaración comenzó en la Asamblea el 1 de agosto, se interrumpió el día 4 mientras los diputados se dedicaban a desmantelar el feudalismo, y se reanudó el día 12. Se formó entonces una comisión para examinar las distintas propuestas presentadas por los diputados. Las propuestas se redujeron a 17 artículos, que fueron aceptados por la Asamblea el 26 de agosto como preámbulo que se adjuntaría a la futura constitución una vez terminada.
Artículos
La Declaración comienza con su propio preámbulo, que describe las características de los derechos del hombre como inalienables, naturales y sagrados. Se hace eco de la destrucción del feudalismo y de los privilegios nobiliarios por parte de la Asamblea, al tiempo que restringe la monarquía y hace hincapié en los derechos de todos los ciudadanos a participar en el proceso democrático, a través de métodos como la libertad de palabra y de expresión. La Declaración hace suya la teoría de la voluntad general expuesta por el filósofo de la Ilustración Rousseau, que postula que el Estado representa la voluntad de los ciudadanos y que las leyes no pueden aplicarse legítimamente sin el consentimiento del pueblo.
Los artículos también contienen otras ideas de la Ilustración, como la separación de poderes preconizada por el barón de Montesquieu (1689-1755) y la noción de que el individuo debe ser salvaguardado contra el encarcelamiento arbitrario, un eco de Voltaire (1694-1778). La influencia de los fisiócratas, una escuela de pensamiento económico que consideraba la tierra como fuente de riqueza, también prevalece en el énfasis de la Declaración en la importancia de la propiedad.
Cabe destacar que, a diferencia de la Declaración de Independencia estadounidense, los artículos franceses no digan nada sobre las ofensas del rey Luis XVI y, de hecho, no dicen nada sobre si debe haber un rey. Sin embargo, los artículos proponen la idea de la soberanía popular como sustituto del concepto del derecho divino del rey a gobernar.
A continuación se presentan los 17 artículos:
I - Los hombres han nacido, y continúan siendo, libres e iguales en cuanto a sus derechos. Por lo tanto, las distinciones civiles sólo podrán fundarse en la utilidad pública.
II - La finalidad de todas las asociaciones políticas es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre; y esos derechos son libertad, propiedad, seguridad y resistencia a la opresión.
III - La nación es esencialmente la fuente de toda soberanía; ningún individuo ni ninguna corporación pueden ser revestidos de autoridad alguna que no emane directamente de ella.
IV - La libertad política consiste en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a los demás. El ejercicio de los derechos naturales de cada hombre, no tiene otros límites que los necesarios para garantizar a cualquier otro hombre el libre ejercicio de los mismos derechos; y estos límites solo pueden ser determinados por la ley.
V - La ley solo debe prohibir las acciones perjudiciales a la sociedad. Lo que no está prohibido por la ley no debe ser estorbado. Nadie debe verse obligado a aquello que la ley no ordena.
VI - La ley es expresión de la voluntad de la comunidad. Todos los ciudadanos tienen derecho a colaborar en su formación, sea personalmente, sea por medio de sus representantes. Debe ser igual para todos, sea para castigar o para premiar; y siendo todos iguales ante ella, todos son igualmente elegibles para todos los honores, colocaciones y empleos, conforme a sus distintas capacidades, sin ninguna otra distinción que la creada por sus virtudes y conocimientos.
VII - Ningún hombre puede ser acusado, arrestado ni mantenido en confinamiento excepto en los casos determinados por la ley y de acuerdo con las formas por esta prescritas. Todo aquel que promueva, solicite, ejecute o haga que sean ejecutadas órdenes arbitrarias, debe ser castigado, y todo ciudadano requerido o aprehendido por virtud de la ley debe obedecer inmediatamente, y se hace culpable si ofrece resistencia.
VIII - La ley no debe imponer otras penas que aquéllas que son evidentemente necesarias; y nadie debe ser castigado sino en virtud de una ley promulgada con anterioridad a la ofensa y legalmente aplicada.
IX - Todo hombre es considerado inocente hasta que ha sido convicto. Por lo tanto, siempre que su detención se haga indispensable, se ha de evitar por la ley cualquier rigor mayor del indispensable para asegurar su persona.
X - Ningún hombre debe ser molestado por razón de sus opiniones, ni aún por sus ideas religiosas, siempre que al manifestarlas no se causen trastornos del orden público establecido por la ley.
XI - Puesto que la comunicación sin trabas de los pensamientos y opiniones es uno de los más valiosos derechos del hombre, todo ciudadano puede hablar, escribir y publicar libremente, teniendo en cuenta que es responsable de los abusos de esta libertad en los casos determinados por la ley.
XII - Siendo necesaria una fuerza pública para dar protección a los derechos del hombre y del ciudadano, se constituirá esta fuerza en beneficio de la comunidad, y no para el provecho particular de las personas por quienes está constituida.
XIII - Siendo necesaria, para sostener la fuerza pública y subvenir a los demás gastos del gobierno, una contribución común, esta debe ser distribuida equitativamente entre los miembros de la comunidad, de acuerdo con sus facultades.
XIV - Todo ciudadano tiene derecho, ya por sí mismo o por su representante, a emitir voto libremente para determinar la necesidad de las contribuciones públicas, su adjudicación y su cuantía, modo de amillaramiento y duración.
XV - Toda comunidad tiene derecho a pedir a todos sus agentes cuentas de su conducta.
XVI - Toda comunidad en la que no esté estipulada la separación de poderes y la seguridad de derechos necesita una Constitución.
XVII - Siendo inviolable y sagrado el derecho de propiedad, nadie deberá ser privado de él, excepto en los casos de necesidad pública evidente, legalmente comprobada, y en condiciones de una indemnización previa y justa.
París, 26 de agosto de 1789.
La Declaración en relación con las mujeres y la esclavitud
No cabe duda de que la Declaración fue un momento decisivo en la historia de los derechos humanos, con un alcance mayor que el de la mayoría de los documentos similares anteriores. Sin embargo, los derechos que implicaba no se extendían en absoluto a todo el mundo. En el momento de su elaboración, la ciudadanía activa solo se concedía a los propietarios varones mayores de 25 años que pagaban sus impuestos y no podían ser definidos como siervos. Esto suponía unos 4,3 millones de franceses de una población aproximada de 27 millones. Las mujeres, los esclavos y los extranjeros quedaban excluidos del proceso democrático.
Con el ambiente de cambio revolucionario que ya flotaba en el aire, no tardó en cuestionarse este statu quo. Poco después de la Marcha de las Mujeres sobre Versalles, en octubre, se envió una petición a la Asamblea Nacional que proponía un decreto que proclamaba la igualdad de las mujeres. Las autoras de la petición expresaban su enfado por la hipocresía de la Declaración, que descalificaba los privilegios de las clases altas al tiempo que defendía los del sexo masculino. La petición, que también pedía la abolición de la esclavitud, afirmaba que aunque la Asamblea había "adivinado la verdadera igualdad de derechos", seguía "excluyendo injustamente a la mitad más dulce e interesante" (Petición de las mujeres a la Asamblea Nacional).
La petición no fue bien recibida. Aunque algunos diputados se mostraron comprensivos, otros afirmaron que estas mujeres solo sufrían de histeria debido a las tensiones de una sociedad que cambiaba rápidamente. La indignación y la frustración por el hecho de que no se tuvieran en cuenta los derechos de las mujeres llevaron a la dramaturga Olimpia de Gouges (1748-1793) a redactar la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana en septiembre de 1791. Como respuesta directa a los Derechos del Hombre, de Gouges trató de exponer el fracaso de la Revolución a la hora de cumplir sus promesas de igualdad. De Gouges siguió punto por punto la declaración original, utilizando el sarcasmo para subrayar la hipocresía de la Asamblea en lo que se ha descrito como una virtual parodia del original. Aunque el trabajo de De Gouges condujo a su ejecución en 1793, la Declaración de los Derechos de la Mujer atrajo la atención pública hacia las preocupaciones feministas.
Los Derechos del Hombre tampoco consiguieron acabar con la esclavitud, a pesar de los esfuerzos de Jacques-Pierre Brissot (1754-1793), que llevaba tiempo abogando por ella con su club abolicionista Les Amis de Noirs ("Los amigos de los negros"). Aunque la Declaración no mencionaba la esclavitud, sus principios inspiraron a muchos esclavos de la colonia francesa de Saint-Domingue (la actual Haití) a rebelarse contra sus amos. Estos levantamientos de esclavos se convirtieron en la Revolución haitiana (1791-1804). Los jacobinos abolirían posteriormente la práctica de la esclavitud en 1794, aunque sería reinstaurada brevemente en 1802 por Napoleón Bonaparte (1769-1821) antes de la independencia de Haití en 1804.
Conclusión
A pesar de sus defectos, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano fue uno de los logros más significativos y duraderos de la Revolución francesa. "En lo que respecta a la historia", escribe Ian Davidson, "solo hay una Declaración de Derechos Humanos de cierta importancia antes de la de las Naciones Unidas en 1948, y es la Declaración francesa de 1789" (39). Aunque esta afirmación es ciertamente discutible, no lo es el impacto monumental de los Derechos del Hombre en la historia francesa y mundial.
Sin embargo, no siempre parecía que la Declaración fuera a perdurar. El rey Luis XVI se negó a consentirla hasta que la Marcha de las Mujeres sobre Versalles lo obligó a hacerlo en octubre de 1789. Aunque la Asamblea la consideró demasiado sagrada para revisarla para la Constitución de 1791, las necesidades cambiantes de la Revolución llevaron a los jacobinos a redactar una nueva versión para su Constitución de 1793, esperando ir aún más lejos que la original en nombre de la democracia. Sin embargo, esta versión nunca llegó a aplicarse, y en 1795 se completó una tercera versión de la Declaración como reacción derechista al Reinado del Terror. La Declaración, en cualquiera de sus formas, fue ampliamente ignorada por Napoleón y los Borbones restaurados, hasta que la Revolución de 1830 siguió combinándola con las constituciones francesas.
Se pueden ver elementos de la Declaración en la actual constitución de 1958, establecida para la Quinta República Francesa a instancias del general Charles de Gaulle (1890-1970). Por tanto, el legado de la Declaración, concebida originalmente como una afirmación de los principios fundamentales de la Revolución de 1789, persiste hasta nuestros días.