John Harrison (1693-1776) inventó un cronómetro marino de precisión después de varias décadas de investigaciones y desarrollos. Si bien el reloj de péndulo se había inventado ya en el siglo XVII, conseguir un reloj capaz de soportar los caprichos del mar, la humedad y la temperatura ambiental seguía siendo un sueño difícil de alcanzar. El último reloj de Harrison, el H5 de 1770, funcionaba al fin con tal precisión que les hizo posible medir la longitud a los marineros, con independencia de dónde se encontraran en el océano.
Actitudes tradicionales respecto al tiempo
Antes de la Revolución Industrial, el único sector de la vida diaria interesado en estar al tanto del tiempo era la Iglesia. Los relojes de sol existían desde la antigüedad, pero los mecánicos, que se inventaron en Europa en la Edad Media, se importaron a Gran Bretaña para que los frailes y religiosas de los monasterios medievales programaran sus días y las iglesias pudieran ofrecer sus servicios en horarios específicos. En la vida agrícola, la salida y puesta del sol seguían dictando el ritmo de la jornada. La actividad laboral no contaba con momentos predeterminados de inicio y fin en las industrias artesanales como la herrería, la carpintería y la alfarería; más bien el trabajo se medía y se pagaba por el tiempo invertido en realizar un producto o una tarea, que podían ser uno o varios días.
Para el siglo XVI los relojes se habían hecho más sofisticados, con intrincados sistemas de engranajes y muelles, que a la postre se miniaturizaron y convirtieron en dispositivos de bolsillo. Sin embargo, aún faltaba por definir uno de los parámetros fundamentales mediante el cual hoy día se evalúa la utilidad de un reloj: su precisión a lo largo de un período de semanas o meses. Además, el concepto de la hora universal, es decir, que los relojes de una ciudad indicaran la misma hora exacta que los demás, no era más que un sueño teórico. En efecto, cualquier viajero anterior al siglo XVIII podía considerarse dichoso si la hora que mostraba en el reloj del ayuntamiento de la localidad de donde partía era la misma que la indicada en el de su destino. La inexactitud no suponía un problema, puesto que viajar de una ciudad importante a otra involucraba varias horas, o incluso días, al punto que los conductores de carruajes poseían relojes especiales que podían hacerse funcionar con mayor o menor lentitud, de modo que al arribar a su destino el instrumento no estuviera en completa diacronía con la hora del sitio. Hizo falta la Revolución Industrial, con sus inventos e interconectividad entre gentes y lugares, para que el concepto de una hora estándar común a todos se convirtiera en una realidad práctica, y para que el tiempo se considerara, sobre todo entre los empleadores de relevancia, como un bien que podía gastarse, guardarse o desperdiciarse.
La precisión de los relojes
Los relojeros habían hecho progresos constantes en el perfeccionamiento de los relojes fijos y de bolsillo a lo largo de los siglos XVI y XVII, pero los mejores dispositivos eran de gran tamaño y solo eran precisos si se incorporaba un péndulo al mecanismo. Galileo Galilei (1564-1642) fue el primero en reconocer la importancia del péndulo para mantener la exactitud de un reloj, pero fueron Christiaan Huygens (1629-1695) y Salomon Coster (cerca de 1620-1659) quienes inventaron un prototipo funcional alrededor de 1657. Antes del reloj de péndulo la imprecisión de la mayoría de los relojes importaba alrededor de 15 minutos por día, así que había que ponerlos en hora constantemente. Por el contrario, los mejores relojes de péndulo perdían entre 10 y 15 segundos por día, lo cual significaba una enorme mejora, aún insuficiente, empero, para la navegación. La tecnología no había salvado todavía la brecha de producir un reloj que pudiera emplearse en el mar, donde el péndulo resultaba inútil debido al movimiento de la nave. Era necesario fabricar un reloj pequeño que se pudiera portar, y en efecto, Huygens construyó uno hacia mediados de los años 1670 en el que integró el nuevo concepto del resorte espiral, pero incluso así la precisión del dispositivo no alcanzaba a cumplir con las exigencias de los navegantes.
La medición de la longitud
John Hadley inventó el sextante de navegación en 1731. Los marineros podían medir con exactitud la latitud en que se encontraban, es decir su posición sobre una línea orientada en sentido norte-sur, mediante la comprobación del ángulo del sol a mediodía, en el caso del hemisferio septentrional, o el de la estrella Polar, Polaris, en el del hemisferio meridional. Restaba resolver el problema de cómo saber con exactitud el tiempo transcurrido desde que la nave zarpaba del puerto o un punto fijo del mapa, o la hora en un punto de referencia permanente, como el de Greenwich, en Londres. Tal información les proporcionaría la longitud, o sea, su ubicación sobre una trayectoria este-oeste. El problema se agudizó con la colonización europea de América a partir de los viajes de Cristóbal Colón (1451-1506) comenzados en 1492, el bojeo del Cabo de Buena Esperanza en 1497-1499 por Vasco de Gama (en torno a 1469-1524), y la primera circunnavegación del globo terráqueo efectuada entre 1519 y 1522 por la expedición de Fernando de Magallanes (en torno a 1480-1521). En el intervalo de unas pocas décadas los océanos, y de hecho el mundo, había pasado a ser mucho más grande, y más que nunca los marineros necesitaban conocer su posición exacta. Se requería, por ejemplo, de un reloj portátil que pudiera mantener la hora de Greenwich durante años, de manera que los navegantes pudieran disponer de un punto exacto de referencia. Al existir una diferencia de cuatro minutos entre cada línea imaginaria de longitud, se podía calcular esta mediante una comparación entre la hora de Greenwich y la hora local del lugar.
La longitud podía hallarse de forma indirecta mediante el «método de la distancia lunar», que requería medir la posición de la Luna con respecto a estrellas conocidas y emplear un libro de tablas compiladas por el Real Observatorio de Greenwich. Sin embargo, continuaba pendiente el problema de descubrir un dispositivo mecánico de medición que pudiera transportarse, lo cual constituyó un gran desafío para las mentes más penetrantes del periodo. Nadie hallaba una solución práctica, tanto así que la aparente simpleza de «hallar la longitud» se convirtió en una expresión que se empleaba para calificar cualquier empeño científico descabellado que tuviera pocas esperanzas de éxito.
Se había experimentado con la colocación de relojes ordinarios o adaptados en los buques, pero el movimiento que se producía a causa de las diversas condiciones del mar, a no ser en estado de total calma, descontrolaba sus mecanismos y los hacía demasiado imprecisos. Otra pareja de problemas que sufrían los relojes en el mar eran la humedad y las amplias variaciones de temperatura, factores que podían arruinar la exactitud de un reloj al deformar sus pequeñas e intrincadas partes. Fue John Harrison (1693-1776), un carpintero y relojero de Yorkshire, quien al fin resolvió la cuestión con la invención de su cronómetro marino.
John Harrison y la ley de la longitud
Harrison se había interesado en los relojes desde una edad muy temprana y a los 20 años fabricó su primer reloj de pie, realizado en madera. Harrison, junto con su hermano James, construyó un reloj para los establos de Brocklesby Park, en Grimsby. Era un dispositivo innovador, puesto que, a diferencia de la mayoría de los relojes, no necesitaba aceite lubricante para su funcionamiento. Una de las principales causas por las que un reloj podía dejar de funcionar de manera correcta era la falta de lubricación. El paso siguiente era encontrar la forma de miniaturizar el reloj para lograr una versión pequeña que cupiera en una nave.
Un concurso patrocinado en 1714 por el gobierno, dirigido por la Junta de Longitud, motivó a Harrison a inventar su cronómetro marino. Debido a la expansión del Imperio británico por el mundo, los cartógrafos y los buques necesitaban conocer las medidas precisas de longitud, por lo cual se organizó una competencia para motivar a los inventores a que fabricaran un reloj de precisión. Al ganador se le otorgaría un generoso premio de más de 20.000 libras, que hoy día equivaldrían a unos 3,5 millones de dólares. A pesar de ser el ganador final de la Ley de Longitud, el camino de Harrison a la victoria no fue nada fácil.
H1, H2 y H3
Harrison creó el primer cronómetro marino, denominado H1, entre 1730 y 1735. El reloj, de tamaño más bien grande, operaba sin que la gravedad lo afectara, gracias a que sus partes móviles estaban controladas y equilibradas por resortes. El H1 causó suficiente impresión entre los miembros de la Real Sociedad como para ponerlo a prueba en el mar en el HMS Centurion. El reloj fue una decepción durante el viaje a Lisboa, pero se comportó de forma mucho más precisa en el trayecto de retorno del HMS Orford. Harrison había mostrado al menos que iba por el camino correcto y el gobierno le otorgó 500 libras para que continuara con sus investigaciones y desarrollos.
Le llevaría a Harrison otros once años dar con un cronómetro mejorado, el H2, más grande y pesado que el H1, que además contaba con barras circulares de equilibrio para mejorar la estabilidad del mecanismo. Aun así, no llegaba a cumplir sus objetivos, por lo que continuó su labor en el perfeccionamiento de un mecanismo de relojería de extraordinaria complejidad, hasta que en 1758 produjo el H3. Esta tercera versión podía adaptarse mejor a las fluctuaciones de temperatura gracias a la tira bimetálica del muelle espiral. Otra innovación del modelo era un rodamiento de jaula que reducía la fricción de los mecanismos. Por desdicha, ni siquiera el H3 lograba la precisión deseada. Fue entonces que Harrison dió un gran paso de avance: diseñó una versión de bolsillo del reloj para poder probar sus dispositivos con mayor facilidad, y puso su fabricación en manos del experto relojero John Jeffreys. Comprendió que a pesar de la pobre reputación que tenían los relojes de mano en aquella época, podía incorporarles características de los H1, H2 y H3 y hacerlos muy precisos, quizá más que cualquier otro reloj que había fabricado hasta entonces. Un reloj más pequeño que cupiera más o menos en el bolsillo resultaría mucho más versátil y atractivo para los marineros que cualquiera de los resultados algo aparatosos que había logrado hasta el momento, y comenzó a trabajar en dos de sus «relojes marinos».
H4 y H5
En 1761 Harrison produjo su radical cronómetro H4. El reloj se asemejaba a uno de bolsillo aunque era de mayor tamaño: sobrepasaba los 13 cm (5”) de diámetro y pesaba 1.45 kg (3.2 lb). El «reloj marino» se sometió a una prueba práctica en un viaje del HMS Deptford de Portsmouth a Jamaica, entre noviembre 1761 y enero de 1762. La Junta de Longitud no quedó satisfecha por completo; el reloj había perdido 5,1 segundos en el viaje, y exigió que se continuaran las investigaciones y se hicieran más pruebas. Por último, la Junta de Longitud certificó el H4 después de probarse de nuevo en el HMS Tartar, en un viaje a Barbados efectuado entre marzo y abril de 1764. En la actualidad, el cronómetro original H4 de Harrison se encuentra en exhibición en los Royal Museums Greenwich (Museos Reales de Greenwich), en Londres.
Éxito y reconocimiento
El cronómetro marino de Harrison ahora les permitía a los navegantes medir la longitud con precisión, pero el gobierno, en incumplimiento de su promesa, aún no recompensaba a su inventor con la totalidad del premio en efectivo. Se produjeron ciertos litigios relacionados con los términos del premio. El cronómetro H4 cumplía las estipulaciones de precisión, pero entonces el almirantazgo requirió que entregara los diseños y fabricara dos copias del cronómetro; nuevas condiciones que, transcurridas varias semanas, Harrison aceptó.
Inconforme por la falta de reconocimiento a sus esfuerzos, además de por las exigencias de trabajo que le imponía el gobierno, se dirigió al rey Jorge III de Gran Bretaña (que reinó de 1760 a 1820). El rey se solidarizó, entusiasmado, y quiso probar el más reciente y mejor de los relojes marinos de Harrison, el H5. En 1772 el monarca quedó impresionado con la precisión del H5 tras un período de diez semanas en el mar: el reloj solo había perdido la tercera parte de un segundo por día. Aun así Harrison tuvo que compeler hasta el cansancio a la mezquina Junta de Longitud para que le pagara el resto del premio en efectivo. Después de presentarle una petición al parlamento en 1773, el inventor recibió al fin otras 8.750 libras y el reconocimiento oficial de que había resuelto el problema de la medición exacta de la longitud en el mar. Harrison, por supuesto, se sintió orgulloso de su reloj, lo cual manifestó en aquel momento en una carta:
Creo que puedo permitirme expresar que no hay otro mecanismo u objeto matemático en el mundo que sea más hermoso o curioso en su textura que éste, mi reloj de bolsillo o cronómetro para la longitud.
(Dugan, 91)
El H5 se exhibe hoy día en el Museo de Ciencias de Londres. Esta culminación de la larga travesía de investigación y desarrollo realizada por Harrison se encuentra materializada en una caja de plata con esfera blanca esmaltada y una estrella central de oro para ajustar las manecillas cuando sea necesario. La compleja maquinaria está hecha de oro, plata y acero, con piezas de diamante y otras joyas. En la parte trasera de la maquinara aparece grabado: «No. 2 John Harrison & Hijo Londres 1770».
El almirantazgo británico estuvo de acuerdo con Harrison, y a pesar de las postergaciones del gobierno relativas al premio de la longitud, encomendó a John Arnold la producción en masa del cronómetro marino de Harrison y su subsiguiente instalación en todos los buques de la Marina Real.