El cristianismo llegó a Japón en 1549, cuando los jesuitas pisaron por primera vez Kagoshima. Los primeros intentos de propagar la religión fueron recibidos con confusión, pero con el tiempo, empleando diversos métodos, comenzaron a tener éxito. Sin embargo, para 1650, el cristianismo había desaparecido de la sociedad japonesa debido a la política aislacionista que llevó a la represión y persecución de los cristianos.
Anjirō y Francisco Javier
Podría decirse que los primeros jesuitas que desembarcaron en Japón no habrían tenido el éxito que tuvieron si no les hubiera acompañado el japonés Anjirō (o Yajiro), que fue a la vez una ayuda y un obstáculo para la misión. Huyendo de acusaciones de asesinato, Anjirō se embarcó como polizón en un navío portugués y fue seguido por dos acompañantes, uno de los cuales puede que haya sido su hermano. Dejando la tierra que conocía por un futuro desconocido, se encontró en la ciudad de Macao (China), un importante centro comercial del Imperio portugués, donde aprendió la lengua portuguesa en menos de un año y mostró un gran interés por el cristianismo. En busca de más conocimientos, él y sus compañeros localizaron al famoso «Apóstol de las Indias» (en referencia a las Indias Orientales), Francisco Javier, que tenía su base en la Malaca portuguesa, Malasia. Anjirō impresionó a Javier con sus preguntas, lo que llevó al sacerdote jesuita a escribir:
Si todos los japoneses están tan deseosos de saber como lo está Anjirō, me parece que esta raza es la más curiosa de todos los pueblos que se han descubierto...
(citado en Dougill, 13).
Tras su encuentro, Francisco recomendó que Anjirō y sus compañeros viajaran a la Goa portuguesa, en la India, para conocer mejor la fe, y fue allí donde se convirtieron en los primeros japoneses en convertirse al cristianismo. Más tarde, Francisco requisó un informe sobre el pueblo japonés a un capitán portugués, y junto con el padre Cosme de Torres, el hermano Juan Fernandes, un criado indio, y los tres conversos japoneses, partieron hacia Japón en lo que sería una experiencia surrealista tanto para los nativos de la tierra como para los extranjeros.
Apóstol de Oriente
San Francisco Javier (1506-1552) fue uno de los fundadores de la Compañía de Jesús, que se hacían llamar jesuitas. Destacado por su labor misionera en la India, Malasia, Indonesia, Japón y China, dedicó gran parte de sus esfuerzos a evangelizar a los japoneses, pues creía que el mensaje se extendería rápidamente por todo el país. Tras haber convertido, a lo largo de sus viajes misioneros, a unas 30.000 personas, Francisco Javier es recordado como uno de los mayores defensores de la fe católica.
Francisco también apoyaba la idea de que un misionero debía aprender de la cultura local, estudiar el idioma y formar a predicadores nativos, una creencia poco común en su época. Acabaría sucumbiendo a una fiebre en Shangchuan, una isla frente a la costa china. Fue beatificado en 1619 y canonizado en 1622. Hoy se le venera el 3 de diciembre, día de su fiesta, y sus reliquias se exponen en todo el mundo.
Los portugueses, que llegaron a la India en 1498, capturaron la ciudad de Malaca en 1511. Malaca resultó ser una parada crucial para los comerciantes que viajaban desde el Océano Índico hacia el este, en dirección a China y Japón. El dominio portugués en la región consolidó su posición como una potencia comercial y planteó dificultades para las naciones rivales que intentaban establecerse allí. Poco después de la toma de Malaca, llegaron misioneros que establecieron iglesias y escuelas en toda la región y llevaron a cabo su labor de proselitismo con diversos grados de éxito.
Primer contacto y barrera lingüística
Los japoneses se referían a los extranjeros como nanbanjin, o «bárbaros del sur», debido a su aparición inicial en la isla meridional de Tanegashima en 1543, cuando un grupo de mercaderes portugueses que viajaban a bordo de un junco chino naufragaron tras una tormenta. El término, despectivo entonces, ha adquirido un nuevo significado en la actualidad, con la celebración de festivales Nanban en todo Japón, una celebración de historia, cultura y conexión.
Casualmente, el grupo de Francisco Javier desembarcó donde Anjirō dejó su tierra natal: en Kagoshima. Los japoneses describieron a los europeos con «ojos como platillos, manos alargadas como garras y dientes largos» (Clements, 2). Las cabezas calvas y tonsuradas de los jesuitas se comparaban con la parte superior afeitada de un kappa, un duende acuático japonés, y se decía que sus narices alargadas parecían el pico de un tengu, un demonio parecido a un pájaro y presagio de guerra.
La barrera del idioma resultó ser un obstáculo que no se podía superar solo con la ayuda de intérpretes, papel que Anjirō y sus compañeros desempeñaron temporalmente, sino que los sacerdotes necesitaban poder conversar en la lengua local para garantizar la fiabilidad del mensaje. Francisco escribió:
Hasta ahora estamos entre ellos como estatuas, pues hablan y dicen muchas cosas de nosotros, y nosotros mismos, como no entendemos la lengua, somos mudos; y ahora debemos volvernos como niños pequeños en el aprendizaje de la lengua.
(citado en Taida, 11)
A los 40 días de comenzar sus estudios, Francisco empezó a hacer proselitismo usando un japonés rudimentario explicando los Diez Mandamientos a un grupo de lugareños. Aunque nunca aprendió a leer ni a escribir en japonés, escribía fonéticamente lo que oía utilizando letras romanas, lo que hoy se denomina romaji. Poco a poco fue mejorando sus habilidades lingüísticas y se acercaba a los templos locales para debatir con los monjes que allí residían, que a menudo se reían de sus escasos conocimientos del japonés. Sin inmutarse, él y sus compañeros jesuitas se quedaban despiertos hasta altas horas de la noche estudiando el intrincado dialecto.
Aunque Francisco Javier nunca llegó a dominar el japonés, pidió a la Iglesia europea que enviara sacerdotes «con talento para aprender la lengua» (Taida, 15). Además de esto, más tarde construiría una escuela en Yamaguchi para capacitar a intérpretes locales, de manera que, al menos temporalmente, pudieran predicar temporalmente en el idioma local. Francisco Javier alababa a sus hermanos jesuitas que estudiaban y eran capaces de conversar libremente en japonés, pues sabía que esta era la mejor manera de difundir su mensaje, aunque él y otros jesuitas de alta autoridad en Japón (Cosme de Torres, Francisco Cabral y Alessandro Valignano) tenían necesidad constante de un intérprete.
A pesar de sus esfuerzos por aprender el idioma, los primeros jesuitas convirtieron a muy pocos lugareños. En un intento por salvar la misión, Francisco cambió su enfoque y eligió predicar a los individuos de la sociedad que tenían más autoridad y riqueza, como los daimyo (señores) locales. Para ello, imitó la práctica budista de vestirse con ropajes radiantes y emplear un séquito. Tales extravagancias serían sin duda motivo de ira en Europa; sin embargo, en Japón, una muestra de opulencia como esta era habitual en las organizaciones religiosas. Su plan tuvo éxito, ya que cuando un daimyo se convertía, también lo hacían muchos de sus subordinados. Aunque muchos de estos nuevos conversos lo hacían por auténtica creencia, otros vieron las oportunidades que tal relación con los nanban podría traerles a través del comercio, especialmente a medida que el uso de armas de fuego en los conflictos regionales se hacía más común.
El cristianismo confundido con el budismo
Como ya se ha dicho, Francisco Javier debatía a menudo con los bonzos (monjes) budistas, que consideraban a los jesuitas como pobres, dada su sobriedad frente a todo lo fastuoso, más que nada durante sus primeros tiempos en Japón. Los registros de estos debates muestran que los monjes budistas tenían cierta comprensión de la teología cristiana y de los entresijos de la religión de los jesuitas, y que argumentarían racionalmente contra ellos con Francisco. El misionero, que tenía en alta estima a los japoneses por su intelecto, mencionó que las capacidades intelectuales de los monjes budistas habían sido secuestradas por una fuerza maligna, ya que creía que los conocimientos de los bonzos sobre el cristianismo, y el mundo en general, les habían sido enseñados por el Diablo.
En una ocasión así, tras describir su fe cristiana, un monje le respondió a Francisco que ambos tenían las mismas creencias, lo que lo dejó perplejo. De hecho, incluso la imagen de la diosa budista Kannon con su hijo podía parecerse a la de las imágenes de la Virgen María y el niño Jesús que Francisco utilizaba cuando predicaba a la gente.
No ayudaba que la palabra que Anjirō había elegido para llamar al Dios cristiano fuera Dainichi, una palabra que podía malinterpretarse como otro nombre para Buda. Además, se había referido a los misioneros con un término que podría atribuirse a un monje budista, e insistía en que procedían de la India, la patria de Buda. Esto, combinado con la incapacidad de los jesuitas para comunicar de forma fiable y coherente la estructura de creencias del cristianismo, hizo que una gran mayoría del pueblo japonés descartara el cristianismo como otra secta budista.
Al cabo de una década, intentaron resolver estos problemas introduciendo nuevos conceptos y palabras, como Deus (Dios). Los ministros de Deus no debían recibir los mismos nombres que los sacerdotes budistas o sintoístas: debían llamarse «padres», palabra que a los japoneses les costaba pronunciar, por lo que se decantaron por bataren. A un seguidor del cristianismo se le llamaba kirishitan, que incluía los kanjis japoneses para felicidad y prosperidad. Además, formaron a intérpretes locales, tradujeron textos sagrados y aprendieron japonés.
Las escuelas cristianas y la imprenta
En 1551, Francisco Javier emprendió un viaje a Kioto en busca de una audiencia con el Emperador de Japón para obtener su aprobación de las actividades de los misioneros. Sin embargo, a su llegada descubrió que la corte imperial estaba cerrada a los extranjeros. Aunque sus objetivos no se cumplieron durante este viaje, más tarde, Alessandro Valignano se entrevistó con el shogun Oda Nobunaga (1534-1582), y el caudillo japonés dio su permiso al misionero para establecer una escuela cristiana en Azuchi. Valignano fundaría muchas otras escuelas por todo el país, en zonas como Nagasaki, Yamaguchi y Kioto, donde se instruiría a los alumnos en las enseñanzas cristianas, así como en educación general.
La primera imprenta que llegó a Japón, traída por Valignano, se utilizó para producir diversos tipos de textos en varios idiomas, incluido el japonés: además de imprimir catecismos y Biblias, también se produjeron textos educativos en materias como matemáticas e historia. Se emplearon artesanos locales para crear bloques de impresión en japonés.
En su momento de mayor popularidad, a finales del siglo XVI Japón contaba con el mayor número de cristianos del mundo fuera de Europa. La popularidad de la que gozaba la fe en el país preocupó al sucesor de Nobunaga, Toyotomi Hideyoshi (1537-1598), que tomó medidas para frenar su crecimiento. Japón estaba envuelto en conflictos y la agitación social era casi constante. Tal situación podría haber parecido una oportunidad fácil para que las potencias europeas expandieran sus posesiones coloniales. Además, Hideyoshi era consciente de las dificultades de manejar a los daimyo que habían jurado lealtad no a él, sino a una potencia extranjera (el Papa), así como de la amenaza que los recién llegados podían representar para la cultura y las normas japonesas.
Supresión y persecución
Tras la consolidación de Japón bajo el gobierno del shogunato Tokugawa, el país entró en un periodo de aislamiento del resto del mundo y se implantaron normas estrictas: a los japoneses no se les permitía salir de Japón y ningún extranjero, salvo aquellos con permiso del bakufu (gobierno), podía entrar en la nación. Incluso los holandeses, a los que se permitía seguir comerciando con los japoneses, eran alojados en un pequeño complejo insular vigilado unido a Nagasaki. Los edictos anteriores que suprimían la propagación del cristianismo se mantuvieron estrictamente durante esta época, salvo en algunas zonas periféricas. Se prohibieron las muestras abiertas de culto a Deus, cuya pena podía incluir la muerte.
Para erradicar a los creyentes de entre la población, las autoridades exigían a los ciudadanos que pisaran un fumi-e: un bloque de madera o metal con una imagen cristiana, como la de Jesucristo o la Virgen María. Los que no pisaban la imagen eran declarados cristianos. El bakufu intentaba hacerles cambiar de opinión. Si los cristianos se negaban a renunciar a su fe, eran torturados y finalmente asesinados si continuaban resistiéndose.
Los métodos de tortura y ejecución variaban: una historia popular es la de los veintiséis mártires de Nagasaki, varios de los cuales eran niños, que fueron crucificados. Se dice que al llegar al lugar de su ejecución, los condenados corrían hacia las cruces que les provocarían una muerte agónica y las abrazaban. Otro método consistía en recoger el agua hirviendo de un onsen (agua termal de origen volcánico) y verterla directamente sobre la piel de un cristiano. Cuando los cristianos se resistían a esta tortura, se les arrojaba al onsen y se les dejaba ahogarse en el agua ardiente.
Cristianos ocultos
Para mantener su fe en secreto, los kakure kirishitan («cristianos ocultos») se escondían a menudo a plena vista: se podía ver la cruz de Cristo en el travesaño de una casa, una imagen de la Virgen María podía estar disfrazada de la deidad budista Kannon (que a veces también aparecía sosteniendo a un niño), un farol de piedra podía tener una imagen cristiana tallada en su base, que se cubría con tierra, etc. Al igual que el farol, los cristianos ocultos tenían que proyectar la imagen de un ciudadano japonés obediente en el exterior, mientras que sus verdaderas creencias permanecían ocultas.
Con el paso de los años, el cristianismo en Japón se hizo cada vez más diverso, y las aldeas vecinas tenían creencias totalmente diferentes entre sí, aunque seguían profesando la misma religión. Sin la dirección de los padres, y con la duda de escribir mucho por miedo a ser descubiertos, los ancianos transmitían las oraciones, prácticas y doctrinas de boca en boca, y como los cristianos de todo el país no podían reunirse, las palabras de los ancianos se tomaban como verdad.
Muchos de los descendientes de aquellos cristianos japoneses que se escondieron siguen practicando su fe en la intimidad, no por miedo a las repercusiones de ser descubiertos, sino como una empresa ritual en la que el acto de guardar secreto es casi tan importante como el mensaje que les trajo el Evangelio.
La rebelión de Shimabara
La persecución de los cristianos en Japón estalló en Kyushu, la más meridional de las tres islas principales del país, y culminó en la rebelión de Shimabara. Los habitantes de Shimabara, y de algunas zonas circundantes (las islas Amakusa), se sublevaron, no solo por el trato que el bakufu daba a los cristianos, sino también por una hambruna reciente y por el malévolo daimyo local. Dirigidos supuestamente por un joven de 16 años llamado Amakusa Shirō (o Gerónimo Amakusa), decenas de miles de rebeldes asediaron castillos y libraron batallas campales contra constabularios. El shogunato envió un ejército numeroso para aplastar a los rebeldes, lo que obligó a Amakusa y sus seguidores a resistir en el castillo de Hara. Las fuerzas del shogunato, junto con un barco holandés y sus marineros a los que se había pedido que se unieran, acabaron por doblegar a los defensores y penetraron en la fortaleza. Tras unos días de matanza, durante los cuales Amakusa fue asesinado, se puso fin a la rebelión.
La pérdida de vidas fue tan devastadora que el bakufu tuvo que repoblar zonas de la región, lo que dio lugar a una mezcla diversa de culturas y costumbres que existen incluso hoy en día. Se obligó a la población a inscribirse en los santuarios locales y a realizar rituales de apostasía. Tan ansiosos estaban los lugareños por demostrar que no eran cristianos que dejaban adornos religiosos estacionales durante todo el año, una práctica cultural que aún existe.
La rebelión reafirmó la creencia del bakufu de que el cristianismo era una religión desviada y peligrosa que, si no se controlaba, llevaría a su caída e incluso a la colonización, ya fuera por la fuerza o por la conversión de la población. Las restricciones sobre la fe se endurecieron aún más y las muestras externas de cristianismo que solían ser toleradas por los daimyo se suprimieron casi por completo.
Conclusión
La presión de las naciones occidentales obligó finalmente al gobierno japonés a tomar medidas en 1873, cuando las autoridades Meiji promulgaron un edicto de tolerancia religiosa que despenalizaba la práctica del cristianismo. Sin embargo, el número de creyentes, que en su apogeo llegó a ser de unos 600.000, se había reducido a unos 30.000. Las iglesias occidentales se alegraron al saber que el cristianismo había sobrevivido en condiciones tan duras, pero, al investigar más a fondo, descubrieron que la religión practicada por los cristianos ocultos de Japón era muy diferente de la que Francisco Javier había traído al país más de 300 años antes. Tales eran las diferencias de creencia, que muchos de los cristianos ocultos rechazaban las doctrinas de las iglesias, pues no querían que se olvidaran las creencias de sus antepasados. Así, las creencias religiosas de los cristianos ocultos eran más parecidas a las religiones populares japonesas que al cristianismo occidental tradicional.
En la actualidad, los japoneses que se identifican como cristianos representan aproximadamente el 1-2% del país. Esto puede atribuirse a la supresión histórica de la religión, a las políticas aislacionistas que terminaron en 1853, a que las religiones y prácticas tradicionales japonesas están ligadas a la identidad nacional, y al rápido cambio de Japón hacia la urbanización, que a menudo conduce a la secularización.