La antigua dieta mediterránea giraba en torno a cuatro alimentos básicos que, aún hoy, siguen dominando las cartas de los restaurantes y las mesas de las cocinas: cereales, verduras, aceite de oliva y vino. Otros alimentos como los mariscos, el queso, los huevos, la carne y muchos tipos de fruta solo estaban al alcance de quienes podían permitírselo. Los romanos en particular eran expertos en procesar y conservar sus alimentos mediante técnicas que iban desde el encurtido hasta el almacenamiento en miel. La aromatización de los alimentos con salsas, hierbas y especias exóticas era otro elemento importante de la preparación de la comida romana. Sabemos lo que comían los romanos y cómo lo hacían gracias a textos, pinturas murales y mosaicos, e incluso a los restos de alimentos encontrados en yacimientos como Pompeya.
Cereales
Los cereales constituían el grueso de la dieta de la mayoría de la población, con el trigo y la cebada como los más comunes y utilizados especialmente para hacer pan y gachas. Por lo general, el pan era grueso y de color oscuro, mientras que las hogazas de mejor calidad eran menos oscuras y de textura más fina. Las innovaciones en los molinos y los tamices más finos ayudaron a mejorar la finura de la harina con el tiempo, pero seguía siendo mucho más gruesa que los estándares modernos. Además del trigo y la cebada, también había avena, centeno y mijo.
Frutas y verduras
Las frutas más comunes eran las manzanas, los higos y las uvas (frescas, en forma de pasas y como jugo sin fermentar conocido como defrutum), pero también había peras, ciruelas, dátiles, cerezas y melocotones. Algunos de estos productos también podían secarse para aumentar su vida útil. Los vegetales eran típicamente legumbres e incluían habichuelas, lentejas y guisantes. Como eran una excelente fuente de proteínas, a menudo se mezclaban con el pan. Otras verduras que se consumían eran los espárragos, hongos, cebollas, nabos, rábanos, coles, lechugas, puerros, apios, pepinos, alcachofas y ajos. Los romanos también comían plantas silvestres cuando estaban disponibles. Las aceitunas y el aceite de oliva eran, por supuesto, al igual que hoy en día, un alimento básico y una importante fuente de grasas. La fruta y la verdura podían encurtirse en salmuera o vinagre, o conservarse en vino, jugo de uva o miel, para su consumo fuera de temporada.
Carne
La carne podía ser un producto caro para la mayoría de los romanos, por lo que solía prepararse en pequeños cortes o embutidos. Las aves de corral y la caza silvestre eran importantes fuentes de carne, pero también se disponía de cerdo, ternera, cordero y cabra. Los conejos, liebres, jabalíes y ciervos también podían criarse en grandes extensiones de bosque. Una asombrosa variedad de aves, como las perdices, faisanes, gansos, patos, mirlos, palomas, urracas, chorlitos, chochas y codornices, también eran apreciadas por su carne (silvestre o de granja), y casi cualquier ave exótica de tamaño considerable, desde el flamenco al pavo real, pasando por el avestruz o el loro, podía encontrarse en la olla del cocinero de un aristócrata, deseoso de impresionar a los invitados de honor de su señor. La carne también podía conservarse mediante salazón, secado, ahumado, curado, encurtido y conservación en miel.
Marisco
El pescado, la mayor parte del cual se encuentra aún hoy en el Mediterráneo, podía consumirse fresco, seco, salado, ahumado o en escabeche. Como el suministro era irregular, la conservación del pescado aseguraba un útil aporte proteínico a la dieta romana. El pescado y el marisco también se criaban en estanques artificiales de agua dulce y salada. La salsa de pescado (garum) elaborada a partir de peces pequeños enteros madurados o del interior de peces más grandes era un método de condimentación muy popular. También se comían cangrejos de río y de mar, y entre los mariscos disponibles se encontraban los mejillones, las almejas, las vieiras y las ostras.
Suministro
A medida que la ciudad de Roma crecía, aumentaba la demanda de un suministro regular de alimentos. Las empresas privadas satisfacían en gran medida las necesidades de los ciudadanos y los alimentos procedían en su mayoría de la Italia continental y de las islas más grandes, como Sicilia y Cerdeña. En la República, los magistrados se esforzaban por ganarse el favor de los ciudadanos asegurándose el suministro de alimentos de las provincias sometidas y de los estados aliados. Graco adoptó la medida popular de establecer una cuota mensual de grano (frumentatio) a un precio fijo razonable para los ciudadanos. Augusto nombró a un praefectus annonae cuyo trabajo consistía en supervisar específicamente el suministro regular de alimentos, especialmente de grano. El grano era controlado por el Estado, ya que constituía una forma de impuesto en Italia y África. A partir del siglo II d.C., también se repartía aceite de oliva a la población, y en el siglo III se comenzó a dar carne de cerdo y vino, como parte de la frumentatio para los ciudadanos más pobres. En las épocas finales del Imperio, a medida que se debilitaba el aparato estatal, los particulares más ricos y la Iglesia asumieron parte de la responsabilidad de mantener un suministro regular de alimentos.
Los ciudadanos, si no cultivaban sus propias provisiones, compraban sus alimentos en un mercado privado (macellum). Estos mercados se celebraban en los foros públicos de las ciudades romanas, bien al aire libre o en salas especiales. En Roma, el mercado de alimentos era diario desde el siglo II a.C., y uno de los lugares más famosos y grandes era el Mercado de Trajano, una especie de antiguo centro comercial. En las ciudades de provincia, lo normal era un mercado semanal. Las propiedades privadas en el campo también podían celebrar sus propios mercados, vendiendo directamente sus productos a la población de los alrededores.
Cocina
Las ciudades romanas disponían de posadas (cauponae) y tabernas (popinae) donde los clientes podían comprar comidas preparadas y disfrutar de una copa de vino barato (la cerveza solo se consumía en las provincias septentrionales del imperio), pero rara vez tenían buena reputación, debido a su asociación con la falta de limpieza y la prostitución, por lo que solían ser evitadas por los ciudadanos más acomodados. Las panaderías podían proporcionar hornos lo suficientemente calientes para la elaboración del pan, donde a menudo los clientes llevaban su propia masa de pan y utilizaban únicamente el horno de la panadería para cocerlo. Aparte de estos establecimientos, la cocina seguía siendo una actividad doméstica. Los alimentos se asaban o se hervían usando un brasero. El arte de la buena cocina se asociaba sobre todo a mezclar bien los condimentos para crear salsas sabrosas y únicas a base de vino, aceites, vinagre, hierbas, especias y jugos de carne o pescado. Hubo incluso escritores que ofrecieron útiles consejos de cocina, como Apicio, que escribió Sobre el arte de la cocina, una colección de recetas del siglo IV d.C.
Las especias (especies, es decir, cualquier producto exótico valioso), en particular, ofrecían una infinita variedad de combinaciones de sabores y en las fuentes antiguas se han identificado nada menos que 142 tipos diferentes. A menudo procedían de Asia, y las posibilidades aumentaron a partir del siglo I d.C., cuando se abrieron rutas marítimas directas a Egipto y la India. Entre estas especias exóticas se encontraban el jengibre, el clavo, la nuez moscada, la cúrcuma, el cardamomo, la casia, el macis, la canela y, la más popular de todas, la pimienta. Entre los sabrosos aditivos que se producían más cerca de casa estaban la albahaca, el romero, la salvia, el cebollino, el laurel, el eneldo, el hinojo, el tomillo y la mostaza.
Las comidas del día
En los primeros tiempos de la República, la comida principal del día se realizaba a la hora del almuerzo y se denominaba cena, con una comida más ligera por la noche llamada vesperna. Con el tiempo, la cena se fue retrasando cada vez más hasta convertirse en la comida de la noche y la comida del mediodía pasó a denominarse prandium. El almuerzo típico era ligero y consistía en pescado o huevos con verduras. Para empezar el día, el desayuno o ientaculum, también era ligero, a veces simplemente pan y sal, pero ocasionalmente con fruta y queso.
Para los romanos, o al menos los que podían permitírselo, la cena era una gran comida, que solía constar de tres partes. Primero venía la gustatio con huevos, marisco, lirones y aceitunas, todo ello regado con una copa de vino que se diluía con agua y se endulzaba con miel (mulsum). Tras estas entradas, la cena avanzaba a toda velocidad con una serie de platos (fecula), a veces hasta siete, que incluían el plato estrella, el caput cenae. La carne o el pescado eran el plato principal; a veces incluso se preparaba un cerdo entero asado. Naturalmente, los hogares más ricos intentaban sorprender a sus invitados con platos exóticos como avestruces y pavos reales. La etapa final era el postre (mensae secundae), que podía incluir frutos secos, fruta o incluso caracoles y más marisco.
Conclusión
Saber exactamente quién comía qué y cuándo en la época romana sigue siendo un campo fértil para los estudiosos, pero el registro arqueológico proporciona abundantes pruebas de la variedad de alimentos disponibles al menos para una parte de la población romana. También podemos ver que los romanos eran expertos en garantizar un suministro continuo de esos alimentos mediante diversas prácticas agrícolas, técnicas de cultivo artificial y métodos de conservación de los alimentos. De hecho, su relativo éxito queda patente en el hecho de que tal escala de producción de alimentos no volvería a verse en Europa hasta el siglo XVIII d.C.